Alma Barrera
En Tres ensayos de una teoría sexual, Freud
analiza la sexualidad en las perversiones indicando que hay un carácter anómalo
en la sexualidad del ser humano, establece una ruptura entre la sexualidad del
animal y la humana e indica que la sexualidad en buena medida está desligada de
la función reproductora y que, en ésta no hay ninguna posibilidad de
complementariedad. La razón fundamental
se debe a que la sexualidad en el ser humano, un ser hablante, está inscrita
en el campo del lenguaje desde su nacimiento.
Debido a ello, el lenguaje trastorna todas las necesidades biológicas
cerrando el camino a una satisfacción enteramente natural. Es decir, el lenguaje, en tanto que
pre-existe a todas las necesidades, se somete inevitablemente al registro de la
palabra, que se muestra en la
demanda.
La demanda implica
que toda palabra tenga como efecto una pérdida de satisfacción respecto a la
necesidad, esta pérdida depende del todo de su carácter siempre equivoco, en la
medida en que, el significante puede significar algo más. No hay un lazo
univoco entre el significante y el significado ya que, la simple articulación
de la palabra, produce una discordia entre estos. El significante no es
idéntico a su significado, ya que no puede significarse a sí mismo, por tanto,
hay una estructura de discordia fundamental que establece como Ley: eso jamás. El significado, por su parte,
se desliza bajo el significante para significar otra cosa: pero aún así. Aquí se ubica la causa del fracaso de la demanda,
fracaso que resulta de la no división del sujeto entre lo enunciado, lo que
demanda, y la enunciación, lo que está más allá.
En “subversión
del sujeto y dialéctica del deseo...”
Lacan dirá que “el deseo se esboza en el margen donde la demanda se desgarra de
la necesidad: margen que es el que la demanda, cuyo llamado no puede ser
incondicional sino dirigido al Otro”[1].
En el punto donde la demanda fracasa surge el deseo que no es sino la huella,
la marca, de una perdida de satisfacción. A partir de esto, se puede decir que
el deseo se articula no sólo con aquel resto insatisfecho que se produce, lugar
donde el sujeto queda dividido por la imposibilidad de una satisfacción; sino
también, por otra parte, con una parte de la estructura del lenguaje que se
designa como lo imposible de decir, el goce.
El goce está
separado del cuerpo porque el Otro, tesoro de los significantes, es una
estructura que contiene una falta. Para formular dicha falta en el Otro, Lacan
alrededor de 1960, introduce el matema S(A), que se lee “significante de una
falta en el Otro”, que designa el lugar del goce faltante en la medida que
pueda asegurar el acceso al goce. Al respecto, dirá Lacan que el Otro, como
orden significante, A, no contiene todo, “con ello añadí una dimensión a ese
lugar de A al mostrar que no se sostiene, hay allí una falla, un agujero, una
pérdida”[2].
Perdido desde siempre, el goce no dejara de ser buscado en la compulsión a la
repetición que caracteriza a la insistencia del deseo, dirá Lacan, “el objeto “a” viene a funcionar
respecto a esa pérdida.”[3] Esto
será algo fundamental en la función del lenguaje debido a que la falta en el
Otro es indecible, no puede articularse por la palabra y la escritura de “a”
inscribe la constancia de esta pérdida que se repite en todo momento cuando el
sujeto trata de decir. También Lacan designará el “a” como el objeto perdido que se instituye como la necesidad de
repetir el intento de lograr la identidad de percepción. En ambos casos el objeto
“a” escribe la lógica del “no-todo”,
como imposibilidad.
En la estructura perversa en
la medida en que sustenta la creencia de un Otro excento de castración, supone que el goce del Otro es
inalcanzable, de ahí que, tome una posición femenina frente al goce. En la
tabla de la sexuación Lacan dirá que “no-todo, quiere decir que cuando
cualquier ser que habla cierra filas con las mujeres se funda por ello como
no-todo, al ubicarse en la función fálica (…) eso define a La mujer justamente, con tal de no olvidar que La mujer solo puede escribirse tachando La. No hay La mujer,
artículo definido para designar el universal.”[4]
En el perverso el goce es deslizado en la lógica significante subordinada al
falo le quita la barra a La mujer
como un intento de hacerla existir haciéndola pura función fálica, de este
modo, asegura la conjunción del cuerpo y el goce sin pérdida alguna. De ahí
que, Lacan asegure que “si el hombre quiere La
mujer, no la alcanza sino cayendo en el campo de la perversión,”[5]
a condición de encarnarla él mismo, es decir, hacer La mujer como es el caso del presidente Scheber.
La lógica del
fantasma del perverso se sostiene en la desmentida (Verleugnung) de la existencia del Otro, desmintiendo el no-todo,
busca, vía el fantasma, el todo para validar la afirmación de que el Otro
existe como un todo y que, por lo tanto, su goce es aprehensible. En él, se
plantean dos afirmaciones de manera reiterada, no admite que la feminidad es
no-todo y, por otra parte, que el Otro está agujerado, es decir que existe. De
este modo, se perfila en el único objetivo de arrebatar el goce a su partenaire para desprender en el cuerpo
real el significante, sus empeños son hacer existir al Otro “más acá del sexo” como un Otro no
castrado. Todos sus esfuerzos, se centrarán en la búsqueda incesante de quitar
la barra sobre el Otro, por tanto, desmiente que el cuerpo en tanto que
simboliza al Otro, puede ser percibido como separado de un goce.
Pero el perverso
no se equivoca en cuanto a la posición subjetiva que toma, cultiva la creencia
de anular la incompatibilidad entre el sujeto y el goce. Para lograrlo, pondrá
en acto una escenificación del goce del cuerpo, para intentar demostrar la
posibilidad de la relación sexual asegurando así, el goce del Otro. Con esta
posición el perverso cierra de tajo la brecha del deseo y abre el camino al
goce. Este goce se muestra en la puesta en acto que realiza donde hace surgir
la división y la angustia de su partenaire,
para lograrlo, a través de la lógica del fantasma, el perverso se hace objeto,
es decir, se reduce a puro objeto “a”
refugio de goce. En el seminario “De un Otro al otro” Lacan realizará dos
puntualizaciones al respecto, “llamo perversión a la restauración, de algún
modo primera, a la restitución del “a”
al A”[6],
es decir, esta reducción del sujeto a puro objeto “a” no es sino un modo de restituir al Otro ese objeto con el cual
fue descompletado por la operación significante. Por otra parte, Lacan propone
al “a” como un equivalente del plus
de gozar, “lugar de captura del goce”. Por definición está en ninguna parte
pero el objeto “a” tiene un lugar en
la economía psíquica del perverso en la medida en que es el medio de restituir
el goce al cuerpo.
En este mismo seminario, Lacan dirá que, “el lugar del
Otro evacuado del goce no es tan sólo lugar limpio, círculo quemado, lugar
abierto al juego de roles, sino algo que en sí mismo está estructurado por la
incidencia significante. Esto es precisamente lo que introduce esta falta, esta
barra, este hiato, este sujeto, que se distingue con el titulo de objeto “a” [7]. Reduciéndose
a objeto “a” el perverso tapona ese
agujero en el Otro que se llama A, de ahí que, Lacan lo llame un hombre de fe,
fiel servidor al Otro Divino; se presenta leal a Dios, a quien trata de hacer
existir. En el seminario “La Angustia”, Lacan refiere que la angustia que está
en cuestión “sobre la función de la perversión en cuanto su relación con el
deseo del Otro como tal, representa la puesta a prueba del tomar al pie de la
letra la función del padre-ser supremo - sentido, siempre velado e insondable-.
Pero de su deseo como involucrado en el orden del mundo, tal es el principio
donde petrificando su angustia, el perverso se instala como tal”.[8]
Para Sade, el goce
existe a partir de un “Ser-supremo-en-maldad”[9].
El goce se petrifica, se convierte en el fetiche negro en el fantasma sadiano
mientras que el ejecutor, ese libertino se reduce a puro instrumento de tortura.
Las prácticas que impone a sus víctimas se fundan en la creencia de imponer por
ellas un más allá del placer. De este modo, Sade
promueve como “exigencia” rebasar el límite del placer instaurando una ley
severa que dictamina que se “debe gozar”. Para Lacan, “El Ser supremo queda
restaurado en el Maleficio,”[10]
afirmación que nos permite comprender que toda la lógica del fantasma en el
perverso engendra el deseo del Otro que toma, sin más, el carácter de “voluntad
de goce” y que hace del perverso un ejecutor encarnizado. Aquí, la voz, se
presenta como eco de un imperativo moral que viene del Otro y es, ante este
imperativo que el perverso responde; él mismo se coloca en el lugar de
ejecutor, de instrumento, haciéndose puro objeto “a” para cumplir el mandato del Otro. De ahí que, podamos decir que
el perverso trabaja para otro pero, al mismo tiempo, no es sorprendente saber
que el perverso es un moralista por excelencia en la medida en que se somete
sumisamente a una ley que exige la eliminación de aquello que la obstruye.
El ritual y los
juegos que el sádico pone en acto siempre giran en torno a despojar a un sujeto
de su voz. Ante el sádico, el otro se
divide entre la sumisión a una voz imperativa que impone una ley y la sublevación
contra el goce, fading que lo lleva
al desvanecimiento. De lo que se trata, a fin de cuentas, es hacer surgir a un
sujeto mítico y extraer del goce su parte de dolor, sin embargo, antes de
alcanzar el punto de goce bruto en el acto, el otro se desvanece. En toda esta
escenificación él no goza porque el goce del que se trata es del Otro, con A
mayúscula, es decir, el perverso no goza
como imagina porque de lo que se trata es de ser el instrumento del goce
del Otro. La dimensión inconsciente del perverso radica en ignorar
absolutamente que está al servicio del Otro lo que nos revela que éste
permanecerá siempre en lo imposible de subjetivar.
En el otro
extremo, el masoquista buscará un tipo de Otro que pueda ser cuestionado, punto
donde la voz se desgarra para dar existencia al Otro. La voz que resuena en el
masoquista no es sino aquella que viene del superyó, voz fría y atravesada por
lo arbitrario, que escucho más de la cuenta, por ello “si en el masoquismo
naufraga buena parte de la conciencia moral –al decir de Freud – es para que
cunda una aniquilación que siempre pide más y en la cual la pulsión de muerte
muestra su gula.”[11] Para
Lacan, “el objeto “a” realizado por
la voz como soporte de la articulación significante, la voz en la medida en que
está, sí o no, instaura en el lugar del Otro de una manera que es perversa o
que no lo es”[12]
muestra que, en el caso de la perversión, el Otro no surge en la oreja sino en
la incidencia de su voz que el masoquista instaura como completado por la voz,
es decir el eje del masoquista se juega en el nivel del Otro y en la remisión a
él mismo de la voz como suplemento. Sin lugar a duda, dirá Lacan “hay un goce
en esta remisión al Otro de la función de la voz (…) de algún modo, esa forma
de rapto, de robo de goce, se puede ser de todos los goces perversos
imaginables, el único que se logre plenamente.”[13]
De lo que se trata en el goce masoquista, es de asumirse en el lugar de
pérdida, de desecho, representado por un plus-de-goce en un esfuerzo por
constituir al Otro en puro campo articulado, está posición le permite funcionar
como lugar de captura del goce del Otro.
La función que
desempeña el perverso está lejos de fundarse en el desprecio al partenaire más bien lo que busca es taponar el agujero del
Otro, y que la diferencia sexual
se funde en una desmentida de la misma diferencia por tanto, es
partidario de que el Otro sin barrar
exista, y hacer aparecer en el
campo del Otro la mirada, es lo que nos muestra, por ejemplo, el exhibicionismo. Lo esencial de la pulsión
escoptofilica no es sino de “dar a ver”.
El exhibicionista siempre vela por el goce del Otro, más allá del sostén
particular que este da al otro, está la función fundamental del Otro. En este
campo, dirá Lacan “se encuentra desierto de goce, el acto exhibicionista se
plantea para hacer surgir allí la mirada”[14]
En el voyeur se trata de otra cosa, en la medida en que no hay una simetría
entre exhibicionismo y el voyeur, lo que constituye el objeto de deseo del
voyeur, más allá de las partes fetichizadas de una mujer, es un cuerpo que sólo
puede verse con la condición que ella lo sostenga en lo inasible, es una simple
ranura, un agujero, donde falta el falo. En el momento del acto del voyeur el
sujeto no está, dirá Lacan, “el sujeto no está allí en tanto se trata de ver a
nivel de la pulsión de ver. Está allí
como perverso y sólo se sitúa donde termina el lazo. En cuanto al objeto, el
lazo gira a su alrededor, es un proyectil y con él, en la perversión, se
alcanza su blanco”[15]
A partir de esto, se demuestra que ninguna
pulsión es el inverso de otra, no son simétricas; por otra parte, debemos tener
en cuenta que lo esencial de la pulsión es la función de suplemento, de tapón
de algo que a nivel del Otro interroga la falta. En la pulsión escoptofilica,
el exhibicionista logra su propósito, a saber, el goce del Otro. En el
exhibicionismo el verdadero objetivo del deseo es el más allá del otro, no sólo
como víctima, sino como referente de ese Otro. Por su parte, el voyeur sólo
está allí para tapar el agujero con su propia mirada sin que el otro vea más
que lo que es: una mirada agazapada. La mirada como ese objeto pérdido y
re-encontrado en la conflagración de la vergüenza del otro, entonces, lo que el
voyeur busca y encuentra es el objeto como ausencia. Dirá Lacan, “lo que el
voyeur busca y encuentra no es más que una sombra, una sombra detrás de la
cortina. Fantasea cualquier magia de presencia, la más hermosa muchacha, aunque
del otro lado sólo este un atleta peludo.”[16]
Con lo anterior, podemos concluir que lo
fundamental de la pulsión es que el sujeto no está aún colocado en ella pero
esto no debe llevarnos a pensar que sucederá con el tiempo. Este aún se mantiene en el perverso porque su
localización como sujeto no se producirá nunca. Si tenemos en cuenta la fórmula
de la pulsión (S ◊ D), Lacan nos indica que
la tachadura nos remite a un sujeto localizado con relación a la demanda
del Otro, es decir, el orden simbólico. Por ello, lo que define al perverso
como sujeto es su no localización, por tanto, el perverso sólo puede hallarse, estructuralmente, como
objeto “a” en la medida en que desmiente el valor de la castración aunque la
reconozca por ello, se postula como la causa de la división del otro, produciendo su angustia. Es así como
se puede comprender lo que Lacan propone diciendo que, “La pulsión no es la
perversión”, y oponiéndose con ello a
una interpretación freudiana. La
primera implica la no localización del sujeto en la medida en que el sujeto de
la pulsión es “acéfalo” pues está en pura actividad, trazado circular en torno
al objeto sin llegar a poseerlo, porque lo que procura es dejar su huella en el
recorrido pero no alcanzar su meta. En la perversión el sujeto se coloca como
objeto “a” que la pulsión rodea en
ese ir y venir, en este sentido se vuelve instrumento para restaurar la falta
en el Otro, es decir, el perverso se
hace instrumento para desmentir aparentemente la diferencia sexual y con ello
la inscripción fálica. En el sujeto perverso la demanda se pierde y su deseo
queda ahogado por la presencia de un Otro feroz sin barrar. ¿El lo sabe?
[1] Jacques Lacan, “Subversión del Sujeto” en Escrito 2, Siglo Veintiuno
editores, Buenos Aires, pág. 793
[2]
Jacques Lacan, Seminario XX: Aun, editorial Paidós, Buenos Aires, pág.
39
[3]
Ibíd.
[5]
Jacques Lacan, Seminario inédito: “Psicoanálisis, Radiofonía
&Televisión”, editorial anagrama, Barcelona, 1993
[6]
Jacques Lacan, Seminario 16: “De un Otro a un otro”, Paidós editores,
Buenos Aires, 2008. pág. 237
[7]
Ibíd. pág. 230
[8] Jacques Lacan, Seminario 10: de
la “a” a los nombre del Padre en “La Angustia”, Paidós editores, Buenos Aires,
2008, pág. 6
[9]
Jacques Lacan, Los escritos 2, Buenos Aires, Siglo Veintinuno, 2005.
Pág. 752
[10]
Ibíd. pág. 769
[11]
Martha Geréz, Los vericuetos del Superyó, Letra Viva, Buenos Aires. pág.
223
[12] Jacques Lacan, Op. cit. pág.
234
[14]
Ídem. Pág. 232
[15]
Jacques Lacan, Seminario XI: “Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis”, Paidós, Buenos Aires, 2008. Pág. 188
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