Monólogos femeninos (las voces de la violencia), Pensar el Cine, EnsoñArte, Cartel, Newsletter
"Despojan a una niña" por Cristina Jarque.
Despojan a una niña
Cristina Jarque
Una psicoanalista le dice a su analizante en francés: «Vous avez fait dépouillée.» La traducción literal sería: “usted se ha hecho despojar”. La formulación en francés muestra con mayor nitidez la lógica del fantasma, porque introduce de entrada el lugar del sujeto en la escena. Es decir, señala (aunque no de forma consciente ni voluntaria) una participación subjetiva en eso que le ha ocurrido. En español, en cambio, solemos decir: “usted ha sido despojada”. La diferencia no es meramente lingüística, sino estructural: en la versión francesa, el sujeto aparece implicado en el acontecimiento traumático; en la española, el sujeto queda más fácilmente situado como pura víctima pasiva, efecto de una acción externa. Este matiz nos permite articular teóricamente el fantasma del despojo como estructura psíquica. Propongo aquí pensar el fantasma “Despojan a una niña” como una variación del célebre fantasma freudiano “Pegan a un niño”. En el texto freudiano de 1919, el fantasma se despliega en tres tiempos, y su función estructurante es múltiple: sostiene la posición del sujeto frente al deseo del Otro, permite un goce específico y funciona como defensa frente a lo intolerable. Del mismo modo, el fantasma “Despojan a una niña” se puede leer como una escena inconsciente que estructura una posición subjetiva determinada frente al deseo, el amor y la pérdida.
Tomemos el significante “despojada”. Este remite a una experiencia de pérdida, de carencia, de expoliación. Pero también (y sobre todo) a un goce. Un goce paradójico, como el que Lacan sitúa “Más allá del principio del placer”: un goce que no da bienestar, pero que se repite; que duele, pero que sostiene al sujeto en una suerte de contacto con su verdad más íntima. La escena del despojo no solo narra una injusticia; también contiene una dimensión de goce que hace que esa escena se repita. Como si el despojo fuera también una vía de acceso al ser: estar despojada para estar más cerca de lo esencial, del vacío estructurante del deseo.
Vale la pena preguntarse: ¿qué se pierde en ese despojo? ¿Y qué se obtiene? ¿Qué lugar ocupa el sujeto en esa escena que retorna? ¿Está dentro o fuera del deseo del Otro? Desde la teoría lacaniana, el goce está ligado al cuerpo, pero también a la mirada y al deseo del Otro. En este caso, la analizante, al ocupar el lugar de “la despojada”, parece quedar como objeto para el Otro: objeto que se puede tomar, quitar, abandonar, rechazar. Ese lugar, que se experimenta como injusto y doloroso, puede al mismo tiempo volverse el lugar privilegiado desde donde el sujeto sostiene su existencia: un lugar de sacrificio, de pureza, de expiación. El objeto despojado es también, muchas veces, objeto de desecho (objeto a), aquello que el Otro ya no quiere, pero que conserva un resto de goce inasimilable.
Desde ahí también se puede pensar una forma de poder: quien ya ha sido despojada de todo, no tiene nada que perder. Es una posición ambivalente: al mismo tiempo pasiva y resistente, sufriente y potente. Un goce duro, pero generador de verdad, de sentido, incluso de creación. La pregunta clínica sería: ¿cómo transformar ese goce en palabra, en acto, en elección subjetiva? ¿Cómo atravesar el fantasma, es decir, cómo desplazarse de esa escena repetida hacia una posición diferente frente al deseo?
La analizante relata que fue criada por monjas, y que desde muy pequeña recibió la enseñanza del despojo como virtud. Despojarse de todo para no tener nada, pero “serlo todo”. Aquí entra en juego una dimensión mística del goce: no se trata de tener, sino de ser. Estamos en el registro de lo femenino, entendido desde la lógica del no-todo: no se trata de inscribirse en la totalidad fálica, sino de gozar en el límite, en el más allá del tener, en el ser entregado. Lacan sitúa este tipo de goce(el goce femenino, el goce místico) fuera del lenguaje, fuera del falo, en una experiencia radical que toca lo real del cuerpo.
El entorno religioso, con sus normas, silencios, rituales y prohibiciones, marca el deseo de manera intensa. El Otro absoluto (la figura divina, la autoridad religiosa) se presenta como garante del sentido, pero también como agente del despojo: se exige renunciar al cuerpo, al deseo, a lo mundano. En ese marco, la figura de Cristo (despojado de sus ropas, de su dignidad, de su humanidad) aparece como paradigma de ese sacrificio sagrado. Para algunas niñas, las monjas encarnan ese ideal: se despojan del mundo para acceder a una forma de ser trascendente. El cuerpo ya no pertenece a lo pulsional, sino al sacrificio, a la entrega absoluta. El goce aquí es paradójico: es el goce de no tener, de ser vaciada, inmolada, ofrecida al Otro.
Cuando este ideal se inscribe tempranamente, puede dejar una huella que marca profundamente la posición subjetiva. La analizante dice que hay algo en ella que “encuentra belleza” en ese despojo, que “siente sentido” en esa pérdida. Pero también sufre, porque el fantasma se repite. La familia la desheredó, en el trabajo la marginaron, en sus relaciones amorosas se siente constantemente despojada. Una y otra vez aparece la misma escena: ella como aquella a quien le quitan algo. Pero ¿y si ella (de forma inconsciente) también se coloca una y otra vez en ese lugar? Como en el fantasma freudiano, no se trata de una escena pasiva: el sujeto participa de esa repetición, de modo inconsciente. Ella no solo es despojada, sino que “se hace despojar”.
El tratamiento analítico puede ayudar precisamente a reconocer este goce y su función en la estructura del sujeto. No para rechazarlo o condenarlo, sino para interrogarlo. ¿Qué le permitió sostener ese fantasma? ¿Qué le ofrecía? ¿Qué deseo propio quedó eclipsado por ese lugar de sacrificio? El primer paso no es abolir el fantasma, sino hacerlo legible: transformarlo en pregunta, en enigma, en material de trabajo subjetivo. Tal vez, al atravesarlo, la analizante pueda pasar de ser objeto del deseo del Otro a sujeto de su propio deseo. Eso implica duelo, porque hay una forma de placer en el sufrimiento conocido. Pero también hay libertad en no repetir más el lugar de la víctima, del objeto abandonado, de la niña despojada.
Resignificar no es negar la historia, sino reescribirla desde otro lugar. No se trata de borrar el despojo, sino de entender qué hizo con él, y qué puede hacer hoy. El análisis permite, si se llega a ese punto, una restitución subjetiva: no para tener lo perdido, sino para recuperar algo del deseo propio. ¿Qué quiere ella hoy, solo por ella, no para los demás? ¿Qué puede elegir desde su singularidad, y no desde la deuda con el Otro?
Esa fue la pregunta con la que terminamos la sesión. No una respuesta, sino una apertura: el inicio de una nueva escena, en la que ya no sea necesario repetir eternamente el fantasma de “Despojan a una niña”, sino poder escribir, quizá por primera vez, otra historia.