Por Ana Nodal
Cuando nació Teresa de Ávila, allá por 1515, otra mujer, la reina
Juana de Castilla, llevaba seis años encerrada en Tordesillas, donde
permaneció hasta su muerte, en 1555. Así pues, dos de las
protagonistas del libro que hoy presentamos coincidieron en el
tiempo,
casi en el espacio, ya que ambas nacieron en Castilla, pero nunca
llegaron a encontrarse. Es más, Juana nació en Toledo y Teresa tuvo
una intensa relación con la Ciudad Imperial. De hecho, se dice que
desde allí llegó su abuelo, hijo de un judío converso, a Ávila. Pero
las vidas de Juana y Teresa y sus personalidades fueron muy
distintas.
A petición de mi querida Cristina Jarque, coordinadora de la obra, yo
escribí sobre la Reina Juana en “cuatro mujeres, cuatro pasiones”.
Juana fue una castellana temperamental, a quien su marido, su padre
e,
incluso, su propio hijo, le cortaron las alas. Eso sí, nadie osó
quitarle la corona. Vivió como un símbolo, pero nunca ejerció ni fue
tratada como soberana. En aquel siglo XVI ser mujer y destacar era casi imposible.
Juana, atribulada por la muerte de su amado, tal vez se rindió ante las
circunstancias que otros, hombres con poder por supuesto, la
impusieron. El caso de Teresa de Ávila es muy distinto.
Teresa de Jesús fue una religiosa emprendedora, fuerte, enérgica pese
a su enfermedad, que se convirtió en la primera doctora de la
Iglesia.
Fundadora de las Carmelitas Descalzas, creó conventos y sus huellas
se
han seguido a lo largo de cientos de kilómetros, dando pie a una ruta
aclamada en este quinto centenario de su nacimiento.