Por Estrella Fernández
Teresa lleva el nombre de su abuela materna. Ocupa
el tercer puesto de los hijos de su madre pero es su primera niña. De su madre,
Dña. Beatriz, hereda su magnífica belleza y su no menos extraordinaria
tendencia a la enfermedad. Es la quinta hija de su padre, D. Alonso, y, desde
luego, la favorita de entre sus 12 hijos. De su padre hereda la afición a la
lectura y ese empuje y determinación que da ser la preferida a sus ojos. Pura
imagen de su madre, la elegida del padre: esa es Teresa. De niña disfruta escuchando a su padre en sus
lecturas públicas y lee novelas de caballerías junto a su madre, eso sí, a
escondidas. A los 7 años, ya sabe leer muy bien y se topa con el libro
“Geografía de santos”. Tras su lectura se escapa con su hermano Rodrigo para
buscar el martirio entre infieles. No llegará muy lejos en esta ocasión, pero
ya apuntaba maneras. En otoño de 1528 un duro golpe para Teresa. Su madre
enferma y tras diez alumbramientos, muere muy envejecida a la
edad de 33 años. Su madre 33 años y ella 13, tan sólo se llevaban 20 años. El
otoño se llevaba a su madre y algo más.
Parece que ya por entonces Teresa paseaba con un
primo suyo que vivía puerta con puerta y que andaba medio enamoradiza, pero
esta relación no fue de la aprobación
del padre, D. Alonso quería a Teresa, viva imagen de su madre, para él en
exclusiva, quería que se quedara en casa, por lo menos hasta que él falleciera.
Y entonces con 15 años, la edad que tenía su madre al casarse, se hace lo que
era muy común en la época: el padre ingresa a Teresa como pupila en el convento
de las agustinas de Santa Mª de Gracia, aquí en Ávila. Y Teresa está muy triste
y se abandona.
Un año y medio después, otra vez en otoño, Teresa
está muy enferma. Enferma de lo que hoy en día seguramente podría llamarse
anorexia pero que entonces, al no existir, pues no tenía ese nombre. En el
otoño de 1532, la enfermedad fuerza a su padre a sacarla del convento y así es
que Teresa vuelve a su lado. Convalece durante todo el año 1533, 33 años tenía
su madre cuando el otoño se la llevó, y Teresa pasa un tiempo en casa de su
hermana María y también pasa de visita por casa de su tío D. Pedro. Allí se topa con la biblioteca de su tío y
éste le pide que lea en voz alta, Teresa lo hacía tan bien como su padre, la
niña acepta con desidia la propuesta de su tío, la lectura de un libro que se
convertirá en otro de sus pilares: Las epístolas de San Jerónimo. A esa
edad ya comienza a tener visiones y su vocación empieza a despertarse.
En 1535, otra vez es otoño, en el mismo noviembre
que viera desaparecer a su madre, Teresa se fuga de casa e ingresa en el
Monasterio de la Encarnación. Tenía 20 años, los que su madre cuando la trajo
al mundo.
Tres años después, se repite la escena. En el otoño
de 1538 se enferma gravemente y tiene que salir de la Encarnación, vuelta con
su padre que desesperado ante la posible pérdida de su predilecta, la viva
imagen de su madre, desconfía de los médicos de Ávila y la pone en manos de una
curandera en Becenas. También pasan por la casa de tu tío D. Pedro, quien esta
vez pone en sus manos el Tercer abecedario espiritual de Francisco de
Osuna y Teresa se entusiasma con su lectura. La experiencia con la curandera
fue terrible y Teresa a su vuelta a Ávila, tiene una crisis gravísima que la
mantiene tres días en colapso y es amortajada. Su padre impide que la entierren
pues en sus propias palabras: “esta hija no es para enterrar”. Y tenía razón.
Volverá a la Encarnación donde pasará otros tres años tullida.
A los 28 años su padre morirá y ella habrá cumplido
con su mandato: cuidándole sus últimos días con amor y devoción.
A los 39, en el convento, Teresa repara en un cuadro
en el que aparece un Cristo llagado, Cristo y el dolor. Teresa cae al suelo y
lo entiende todo, entiende el motivo de su vida. Al día siguiente, el libro
fundamental de su vida sale al encuentro y le muestra el camino. Se trata de Las
confesiones de S. Agustín.
En 1559, con 44 años Cristo le dijo “Yo te daré un
libro vivo” y comienzan sus visiones intelectuales. Un año más tarde,
experimenta la transverberación.
Y a partir de ahí, vienen los 20 últimos años de
Teresa, los de mayor intensidad y actividad de una mujer que a pesar de su
condición de enferma durante toda la vida, fue realmente muy longeva para la
época. Y desarrolla una obra inmensa: ahí sus libros y sus 20 fundaciones, sus
viajes y su intensa actividad epistolar con grandes y pequeños de su época.
Tenía una increíble capacidad para resolver las dificultades sobre la marcha,
tanto en sus fundaciones como en su relación con el Sto Oficio. Así cuando
removió Roma con Santiago para ayudar al apresado San Juan de la Cruz.
Teresa fue un huracán, tremendamente femenina y
tremendamente enferma, tenía una fuerza descomunal. Desde sus pilares:
humildad, obediencia, pobreza, amor a la verdad, oración, demostró una enorme
estrategia para llevar a cabo la reforma del Carmelo, no daba un paso atrás y
si era necesario desmontaba un convento (el de Pastrana) si la Princesa de Éboli
quería entrar en él sin asumir los votos de pobreza.
Mujer, monja, reformadora, fundadora, escritora,
santa. También enferma, toda la vida enferma.
¿De dónde sacaba su fortaleza esta mujer?
Habremos de hacerla caso cuando decía que de Cristo.
De su unión mística con Cristo en la 7ª morada de su Castillo interior. Su
deseo era la unión definitiva con él, pero ella sabía bien que hasta ese
momento, su vida era obrar en la tierra. Así nos lo recordaba en su ingeniosas
y sencillas frases como: “Dios también anda entre pucheros”. Su lenguaje
sencillo da cuenta de la simpatía que generaba esta mujer. Así en la relación especial que mantenía con
Cristo. Se cuenta la anécdota, por ejemplo, que mientras realizaba uno de sus
viajes, mientras se apañaba el hambre voraz con unos pocos higos y se
encontraba apesadumbrada por su enfermedad,
Cristo se le aparece y le dice: “Esto es lo que pasa a todos aquellos
que creen en mi”. Y Teresa se le queda mirando y le contesta: “No es de
extrañar que tan pocos crean en ti”.
Armonizó una vida espiritual basada en la oración
con el trabajo frenético. Humilde, obediente, pobre y enferma consiguió un
hacer enorme, todo ello por amor a Dios.
Y yo me preguntaba... más allá de que Dios exista o
no...es evidente el efecto que existe en las personas que creen en él, pues
otorga una fortaleza muy muy envidiable al creyente, al verdaderamente
creyente. Fe en Dios, amor de Dios que logra sostener y empuja a realizar las más complejas hazañas.
No es que yo me considere precisamente no creyente,
pues me digo agnóstica por eso de la humildad pero en el fondo de mi alma creo,
siendo bastante fuerte mi fe, en la no existencia de Dios. Y no podía yo
ocultar mi envidia ante tanto sostén y tanta fuerza... y me preguntaba a qué se
agarra aquel ateo o agnóstico que consigue hazañas semejantes... dirá el
creyente que también a Dios, aunque no lo crea. Pero ¿qué dirá el que cree
firmemente que Dios no existe? Y no encontraba yo la respuesta muy lejos de
Teresa de Ávila. Leyendo sobre ella que me venía a mi cabeza la pregunta y la
respuesta también...Maticemos, no la respuesta con mayúsculas, en el sentido de
la única, si no más bien una respuesta posible (entre otras).
Se dice que el propósito de Teresa no era únicamente
salvar su alma si no la de todos los hombres posibles. Quería que sus
semejantes vivieran bien, en el amor de Dios pero con lo mínimo necesario. Y
venía a mi mente la hermana huérfana de la revolución francesa, la gran
olvidada, la gran eclipsada por la libertad y la igualdad: la fraternidad.
Entablar o sostener entre sí una relación muy
afectuosa e íntima con personas que no son hermanos. Los hermanos de vida que
uno elige y a los que está unido en algo: en la forma de entender la vida o en
el amor hacia algo en concreto. Como las personas que me acompañan hoy en esta
mesa y a las que dedico esta intervención.
Y todo lo consiguió Teresa por amor a Dios.
Por amor.
Amor a los demás, a uno mismo, amor a los otros, a
los padres y a los hijos, y a ese otro en concreto, amado y amante. A ese otro
semejante y a ese otro en mayúsculas: Dios o dioses. Amor a la verdad, amor a
la justicia. Y también amor al saber y entender la naturaleza humana. A saber y
comprender, la verdad, pues de todo un poco. Amor por vivir y por seguir vivo.
Esa fuerza que nos permite transcender nuestros límites y nos empuja para que
nos sorprendamos con lo que somos capaces de hacer.
Definitivamente, amor. Pues ya se sabe que en
psicoanálisis siempre se acaba hablando de amor.
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