Por Lola Gómez
Gracias a su
deseo de transmitir su experiencia interior, sabemos que su vida está
unida al amor a Dios. En su celda, lucha con sus miedos, de los que siente y de
los que no siente. Tiene miedo de ella, de su soledad, de no encontrar a Dios,
de encontrarlo, y gracias a esos miedos construye su castillo interior, como
morada de esa gran pasión que nace de su
fuerte deseo de unión con lo divino. Es en ese castillo, donde tiene todas sus
experiencias místicas mediante el camino del éxtasis, es donde se sumerge en el
orden de lo inefable, en algo llamado transverberación. Y así lo recoge a través
del Libro de la Vida, capítulo 29, donde expresa como su corazón es
traspasado por un dardo de oro candente, sus versos son sencillos, de estilo enérgico y apasionado,
nacidos del amor ideal en que se abrasaba Teresa, amor que era en ella manantial
infinito de mística poesía. Lo que la santa describe es lo que Lacan
viene a nombrar como goce, es decir aquello que el sujeto desea, nada ver con
el uso común del término, que confunde el goce con los signos
diversos del placer. El placer excita nuestra satisfacción y alegría,
deleita nuestros sentidos, tiernas
caricias como un manjar delicado, un lecho cómodo, un gusto que satisface la
sensualidad. El Goce es algo que va más allá, algo que trasciende lo
consciente, y nos arrastra con ceguera hacia un lugar de sufrimiento.
Además de la propia obra de Teresa y del
“Extasis de Santa Teresa del gran Gian
Lorenzo Bernini , hubo otra pintora Josefa de Ayala Figueira, más conocida como Josefa de Óbidos, que captó ese momento de éxtasis en su
pintura “La transverberación de Santa Teresa” en el año 1672, quedando su
lienzo como testigo de esa fuerza inconsciente que atravesaba el cuerpo y el
alma de Teresa, para poder ser admirado por todos nosotros.
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