LA OTRA MEJILLA (Coloquio de la FEP en Madrid)



Soledad de Castro
“Su mano derecha jugaba con una fusta, y su pie, desnudo, reposaba descuidado sobre un hombre, tendido ante ella como un esclavo o un perro; y este hombre, de rasgos acentuados, en los que se leía una profunda tristeza y una devoción apasionada, alzaba hacia ella los ojos de un mártir, exaltado y ardiente”.
Tomada del primer capítulo de la obra La Venus de las Pieles de Sacher Masoch, describe una escena de la inicialmente llamada “algolagnia pasiva”, que más tarde se denominó masoquismo. Sin embargo, no es este tipo de masoquismo, asociado al erotismo y al placer sexual, el único al que haremos referencia, ya que, el deseo y búsqueda del sufrimiento del masoquista van mas allá del componente erótico, y articulan aspectos subjetivos e intersubjetivos del sujeto.
En la trayectoria de investigación y teorización freudiana, el masoquismo pasa de ser secundario al sadismo, un subproducto de éste, a adquirir un desarrollo y una entidad propios. Aunque no por ello dejan ambos de ser complementarios, al igual que ocurre con el exhibicionismo y el voyeurismo, pues esta polaridad activo-pasivo es una característica de la vida sexual. En definitiva, dolor y placer quedan soldados confusamente en una misma pulsión. De este modo, el dolor deja de ser una señal de alarma imprescindible para la supervivencia y el bienestar físico y psíquico, y se convierte en vía y fin del goce.  Como señala Freud, el masoquismo aparece como un peligro en relación con el principio del placer: “el guardián de nuestra vida anímica habría sido narcotizado”.
El acercamiento al masoquismo implica la pregunta esencial de bajo qué dinámica el sujeto ha incorporado el sufrimiento a su experiencia subjetiva como algo satisfactorio, cómo ha quedado inscrito el dolor dentro del goce, y cómo su relación con la sexualidad, consigo mismo y con los demás ha quedado anclada en la búsqueda del padecimiento físico o psiquico. Esta doble vertiente masoquista, la erótica y la moral,  no sólo estaba presente en los primeros trabajos del psicoanálisis, sino que se mantiene como puntos centrales del estudio de esta perversión en los autores actuales.


Para Freud  el masoquismo erógeno por sí mismo produce placer y no se justifica solo como modalidad de evitar un mayor sufrimiento. La explicación reside en el hecho de que cualquier elevación intensa de la tensión durante la infancia es fuente de excitación sexual; paralelamente la tensión provocada por el dolor también podría quedar significada dentro de la percepción de la sexualidad. Este vínculo entre tensión y excitación sexual quedaría fijado para el resto de la vida del sujeto




En las experiencias tempranas del masoquista el dolor queda inscrito como eje central en la relación con los demás y con la propia sexualidad. Primeras inscripciones que se dan en la mirada del niño cuando la visión de dos cuerpos revolcándose, en el acto sexual, es una situación que puede percibirse como extremadamente violenta. La escena sexual es imaginada como un encuentro relacionado con el poder, el sometimiento y el  sufrimiento. Más tarde, cuando la escena es dotada de una interpretación de contenido sexual,  en la fantasía se crea un solo significado: en el encuentro sexual se pelea, se sufre y se goza.

La simbolización de esta primera escena erótica es repetida compulsivamente en la actualidad mediática donde la asociación violencia y erotismo está siempre presente. El sadismo y placer sexual aparecen mezclados en encuentros en los que se nos muestra que una cierta dosis de violencia es la señal inequívoca de un intenso deseo sexual hacia la otra persona. Y junto a ella, la narcisización que supone estar unido, ser deseado por alguien fuerte y poderoso.

La otra versión del masoquismo es la satisfacción obtenida en diferentes niveles de la experiencia psíquica. Y detrás de la representación de la escena masoquista, otra realidad diferente a la satisfacción erógena tiene lugar. La búsqueda del propio sufrimiento y su padecimiento se pone al servicio del miedo, de la culpa, del castigo a los cuales ha quedado fijada.

Así en “El problema económico del masoquismo” Freud hace referencia a un masoquismo relacionado con una posición de la  femineidad, y describe a un sujeto que busca las fantasías de una situación de pasividad, de indefensión y desamparo (como un niño pequeño e inerme) donde está presente el sentimiento de culpabilidad de haber cometido algún hecho terrible del que ha de ser castigado. En el psiquismo del sujeto se encuentra la difusa pero firme huella de esta acción. Una falta grave hacia al padre, probablemente nunca cometida, nunca concretada en su memoria, pero sí grabada como una falla. Un delito que por inconsciente, por no verbalizado, no puede ser enmendado ni perdonado. El masoquismo ofrece aquí al sujeto su mayor recompensa, acallar la culpa

Esta misma hipótesis se plantea en “Moisés y la Religión Monoteísta”, donde se señala que hay una ganancia de placer al satisfacer al superyó. El sujeto busca el sufrimiento aunque provenga de personas diferentes, de poderes o circunstancias impersonales.. El masoquista ofrece una mejilla a toda posibilidad de recibir un golpe.
La existencia de un superyó rígido y severo que somete al sujeto a una conciencia moral estricta y exigente, se complementa con  un yo deseoso, o más bien necesitado, de ser castigado.





El masoquista se rindió ante unas figuras paternas que culparon, castigaron y que, finalmente, ante la contemplación del sufrimiento y la humillación del sujeto, encontraron la satisfacción.
Es probablemente en este momento, cuando el sujeto contempla cómo el dolor y la humillación de sí  mismo,  complementan el deleite del padre, cuando el dolor y el goce quedan vinculados.

El sujeto fantasea aplacar la ferocidad de las figuras amenazantes, ser redimido a través del sufrimiento, quedando el dolor registrado como prueba del merecimiento de su amor. El padecimiento lleva consigo la redención de cuántos errores haya cometido. Y la sumisión al padre representa una forma de obtener protección y apoyo. Siendo víctima intenta conseguir el perdón, porque el sufrimiento es la única parte de sí mismo que satisface al otro.

Pero la figura paterna no es solo un sádico que amenaza con el odio,  el desprecio, o la agresión física. También es la imagen grandiosa, perfecta y potente de la cual depender y bajo la cual el sujeto se siente protegido. Es el padre poderoso, el querido, el idealizado. Nos dice Hugo Bleichmar que el masoquista, en esta versión diferente, se autodesvaloriza, se humilla y denigra, para garantizar un vínculo simbiótico con él. El sujeto se narcisiza a través de su unión con el padre, Y no sólo eso, sino que través de esta singular complementariedad consigue mantener al padre en esta posición grandiosa.

En otra faceta defensiva el masoquismo se entrega al sufrimiento para anticiparse a la situación traumática que se sufrió en otro momento, para controlar el tiempo de su aparición y dosificar su presencia. Y consigue pasar de esperar pasivamente con terror la actuación del otro, a provocar él mismo la situación, adelantarse al trauma para no sorprenderse, y convertirla así en un encuentro placentero. Esto confirma la necesidad del masoquista de tener un control absoluto sobre el encuentro sexual, forzando a su pareja, que actúa como sádico, a que se ajuste a un ritual predeterminado del que no debe salirse. Así el otro deja de ser amenazante, y se transforma en un otro manejado.  
Según Coderech el dolor temido es evitado gracias a un sufrimiento real. Pero el sujeto solo es consciente de la búsqueda del tormento, el resto permanece reprimido en el inconsciente.

El sufrimiento, también otorga al sujeto una identificación con un yo ideal, con alguien superior y diferente a los demás. El dolor lo inviste de excepcionalidad y grandiosidad, lo narcisiza. Es el orgullo y la satisfacción que en la anorexia se siente al saberse capaz de soportar el suplicio del hambre.







En otra vuelta de tuerca el masoquismo puede actuar como forma encubierta del sadismo. El sujeto actúa de esta forma con gran perversión al utilizar su propio pesar como castigo hacia los demás, convirtiendo su pena, su dolencia, en instrumento de suplicio para el otro. Domina y manipula las situaciones para demostrar explicita y dramáticamente su sufrir a los demás, De de esta forma el otro, que contempla impotente su dolor y su sufrimiento, se siente en falta con el masoquista. La  victima  se convierte en el ejecutor del padecimiento.

La trabajo terapéutico con el sujeto masoquista es muy complejo. El potente anclaje que tiene de su padecimiento como núcleo central de subsistencia, hace que cierre cualquier resquicio a las intervenciones. El trabajo con el masoquismo defensivo supone conseguir una relación terapéutica donde el analista sea posicionado como figura de apoyo y protección alternativa al padre. Y sólo posteriormente a esta dinámica y  apoyándonos en el aspecto consciente que el dolor termina por imponer, se pueden ir eliminando cuidadosamente capas de protección para no despertar la amenaza de destrucción psíquica.


¿Tiene el masoquista alguna otra vuelta de tuerca más que dar?, ¿hay más mejillas que ofrecer?
Quizá la peor realidad sea ofrecerla y que el padre no esté para golpear.
Esto sería, como escribió Freud, alcanzar la cura, finalizar el análisis,  llegar más lejos que el propio padre… aunque superarle sea algo prohibido.




Soledad de Castro Valiente
Febrero 2015


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