La
angustia de la víctima como condición exigida.
A
partir de "Nueve semanas y media" de Adrian Lyne
Por Cristina Jarque
"La
experiencia fisiológica demuestra que el dolor es de un ciclo más largo desde
todo punto de vista que el placer, puesto que una estimulación lo provoca en el
punto donde el placer termina. Por muy prolongado que se le suponga, tiene sin
embargo como el placer su término: es el desvanecimiento del sujeto. Tal es el
dato vital que va a aprovechar el fantasma para fijar en lo sensible de la experiencia
sadiana el deseo que aparece en su agente."
Jacques Lacan (Kant con Sade, Escritos 2
pág. 753, Siglo XXI, México, D. F., 1971).
La analizante, a quien llamaré Paula es una
mujer que ronda los 55 años. Desde la primera cita deja claro que la causa de
su sufrimiento es la relación amorosa que mantiene con un hombre al que llamaré
Carlos. Paula me pregunta si he visto la película de Adrian Lyne (que tuvo
mucho éxito en su momento) y que se tituló: Nueve
semanas y media. Dice sin tapujos que la suya, es una historia muy parecida
a la que recrea ese filme. Recordemos que esa película tuvo como protagonistas
a Mickey Rourke y Kim Bassinger, ambos reconocidos (en su época de gloria) por
su belleza y poder de seducción, lo que se conoce como sex symbol. Nueve semanas y
media narra la relación entre John y Elizabeth, una pareja que vive una
historia de amor bastante polémica y complicada porque tiene componentes
difíciles de entender que están relacionados con el campo de la perversión.
Paula me habla de Carlos: ella dice que su
vida amorosa es parecida a la de Elizabeth, o más bien, corrige ella, Carlos es parecido a John. Cuando le
pregunto por qué, ella me relata una escena donde según me dice, está presente
la necesidad de John de lo que ella llama:
sacar la angustia de Elizabeth a toda costa. La primera escena que me narra
es la de la feria. En esta escena John hace subir a Elizabeth a un juego, el
juego conocido como la rueda de la
fortuna o la noria. Elizabeth de
manera confiada se sube al juego, pero, para su sorpresa y asombro, John no se
sube con ella, la deja sola. Acto seguido, John va donde el hombre que maneja
el juego y le dice que cuando la chica esté en la parte alta detenga el juego.
El hombre así lo hace y entonces John decide dejar a Elizabeth en lo más alto
del juego detenida... suspendida - dice Paula - llorando sin parar, mientras me
sigue narrando la escena.
¿En qué se parece John a Carlos? Le
pregunto yo, y ella me responde: en que
hay algo perverso dentro de él, hay algo… obscuro… como si gozara con hacerme
daño, como si tuviera un placer perverso por provocar mi angustia a propósito.
Paula introduce en su discurso componentes
interesantes que nos van a permitir elaborar una reflexión en torno al
fascinante tema de las perversiones que siempre están presentes en todas las
relaciones de amor. Más presentes en unas que en otras, claro está, pero siempre
hay un vínculo entre el amor, el deseo y el campo perverso. ¿Por qué? Pues
porque las observaciones que podemos hacer desde la clínica psicoanalítica nos
permiten dar cuenta de lo que Freud nos dejó por escrito: que todas las
fantasías sexuales están relacionadas con lo prohibido y por ello, con el campo
de las perversiones. Desde un principio Freud pudo comprender que el niño era
perverso polimorfo, y aunque esa afirmación no fue del agrado de nadie, Freud
no se retractó. Lo que hoy en día resulta interesante es poder determinar qué
es lo que ocurre después, es decir, cuando el niño deja de ser niño y se
convierte en adulto. ¿Qué ocurre con su vida psíquica?
¿Qué niño se convertirá en un sujeto
perverso y por qué? El caso de Paula nos puede ayudar a responder algunas
cuestiones interesantes que surgen en torno a la perversión. Quizá lo primero
que hay que tener en cuenta son las diferencias entre el sujeto perverso y el
sujeto neurótico. Hay varias diferencias, pero la que vamos a plasmar en esta
escritura es la que nos va a permitir entender la causa principal por la cual
un perverso no hace pareja con otro perverso. Es decir que un sádico no hace
pareja con un masoquista, ni un exhibicionista con un voyeurista. ¡Lástima!
Quizá si fuera así, no habría tanto maltrato ni tanto sufrimiento porque
finalmente entre perversos se entenderían.
Pero lo que tenemos en la realidad es que
la presa del perverso es necesariamente un sujeto neurótico.
Al perverso lo que le hace gozar es
precisamente eso que Paula (la analizante motivo de esta escritura) ha
articulado de manera magistral: que hay algo perverso dentro de él, que hay
algo obscuro.
Como si ese sujeto gozara con hacer daño,
como si tuviera un placer perverso, obsceno y morboso por provocar la angustia
del otro. Lo que él quiere es provocar la angustia, mirar esos ojos
atemorizados de su presa, esa carita de angustia extrema, de impotencia, de
desazón y sorpresa terrorífica.
¿Por qué querría alguien algo así? Pero
sobre todo: ¿Por qué la presa, la víctima… se engancha a alguien así?
Paula podrá iluminarnos el camino con su
propia historia y sus propias palabras.
Cuando
vi la escena donde John abandonó a Elizabeth en aquel juego de la feria, cuando
observé la angustia y la mirada de terror de ella ante la sorpresa de algo tan
inesperado y tan mal intencionado, es cuando me dí cuenta de las semejanzas
entre Carlos y John.
Paula cuenta en su análisis una cantidad de
escenas donde ella es la víctima del maltrato de Carlos: Ella le ayuda a hacer
una conferencia que Carlos tiene que dar en su trabajo y a la hora de la
entrega del reconocimiento se va a celebrar una fiesta. Carlos sólo tiene dos
boletos para la fiesta y decide invitar a su hija en lugar de invitar a Paula.
Paula lo vive como un acto perverso porque dice que Carlos lo hace para
apuñalarla por la espalda.
Los apuñalamientos por la espalda en esta
relación de pareja están a la orden del día, ella comenta constantemente actos
de venganza que se perpetran de un lado al otro y viceversa. Lo que en un primer
momento no queda claro en el análisis es el lugar de la víctima y el lugar del
verdugo porque aunque Paula sufre y llora amargamente mientras me relata todas
estas escenas llenas de amor y odio, goce y venganza, ambos protagonistas
oscilan entre las dos posiciones. Hablando de películas, mientras ella me va
relatando su historia, a veces siento que estoy más bien ante aquella de La guerra de los Roses, donde ambos
protagonistas entran en una espiral de venganzas uno contra el otro. Sobre todo
cuando Paula me comenta que Carlos tiene un perrito chihuahua que no deja de
ladrar. En la noche, a veces Carlos se va a tomar la copa con los amigos y ella
se queda sola en el piso. Se queda pensando que Carlos va a ir a alguno de esos
sitios donde los hombres se reúnen a ver mujeres que bailan semidesnudas y el
enfado unido a los terribles celos empiezan a crecer en Paula, al grado que
decide poner somníferos en un pedazo de jamón y se los da al perrito chihuahua.
Ella dice que no maquinó matarlo, que esa
idea no pasó por su cabeza, que sólo quería dormirlo. Pero cuando le pregunto
cuántas pastillas colocó en el pedazo de jamón, puedo observar su titubeo…
Hasta que rompe en una carcajada que suena estremecedora mientras me dice que
puso diez pastillas molidas en el jamón.
A partir de ese día, hay un cambio en el
discurso: la analizante empieza a decir que se está dando cuenta de que no sólo
Carlos es perverso, sino que también hay algo perverso en ella. Ese giro da
paso a la posibilidad de empezar a analizar las causas por las que ella se ha
enganchado en esta relación amorosa, donde aparentemente ella no quiere estar,
pero al mismo tiempo, tampoco parece poder salir.
¿Quién sufre más? ¿Ella o él? Ella dice que
ella.
Dice que el sufrimiento lo tiene ella
porque a él en realidad lo único que le interesa es su hija y su exmujer.
Carlos estuvo casado y tuvo una hija. El matrimonio hizo aguas porque Carlos se
enamoró perdidamente de otra mujer al grado de pedir el divorcio para casarse
con esa otra mujer. No obstante, cuando Carlos quedó divorciado y libre para el
enlace, la mujer lo dejó plantado y Carlos se quedó como el perro de las dos tortas: sin una y sin otra. Pero lo peor
es que se quedó muy resentido con las mujeres, muy herido.
En ese momento es cuando aparece Paula en
su vida, que era la amiga íntima con la que él se desahoga de sus tristezas
amorosas. Paula se coloca en ese lugar de la amiga buena que todo lo resuelve y
todo lo arregla. Ocupa incluso la función de criada de Carlos, lavándole la
ropa, haciendo el quehacer de su piso, cocinándole y ayudándolo con las cosas
del trabajo. ¿Qué quiere Paula? Ella dice que lo que ella quiere es que Carlos
se olvide de la mujer que lo plantó y se enamore de ella. Paula dice que ella
quiere ser amada de una manera tan intensa y absoluta como Carlos amó a aquella
otra mujer. Es obvio que lo que Paula quiere, Carlos no puede dárselo.
Porque Carlos no está enamorado de Paula,
Carlos está con Paula porque es lo que a Carlos le conviene. Paula ha recogido
a un hombre en un momento de pérdida y de frustración: un hombre que ha sido
sobajado, plantado, lastimado, herido. Un hombre que ha renunciado a una
esposa, a una hija, a un estatuto de familia por el amor de una mujer que
finalmente lo ha dejado plantado y fracasado a los ojos de todos. Carlos es el
hazmerreír de sus amigos, de su familia y de su entorno.
Incluso es el hazmerreír de su ex esposa
que lo mira con un aire burlón. Todo eso contribuye a que se establezca un lazo
que va más allá de las palabras, un lazo que es el motivo de la pregunta de
Paula y que poco a poco se va respondiendo en el tratamiento psicoanalítico.
Ella cree que Carlos quiere su angustia, y es posible que así sea… Pero… ¿Y
ella?
¿No provoca también ella una angustia en él
cada vez que lo apuñala por la espalda, cada vez que se vale de sus artimañas
para vengarse de su amado verdugo? Sabemos que la angustia es un afecto y
sabemos que para Freud, la angustia emerge ante la pérdida de un objeto, como
por ejemplo, la separación de la madre, que produce en el sujeto una sensación
de desamparo y de peligro insoportable. Lacan por su parte nos enseñó que la
angustia es una señal, algo que pone al sujeto a vacilar, a temblar. Aparece
entonces el concepto de angustia como un afecto que emerge ante algo que es
insoportable para el sujeto. ¿Qué es eso que es tan insoportable? ¿qué es eso
que el sujeto no puede nombrar y que lo pone a temblar? Lacan dirá que es
cuando el sujeto se ve confrontado ante el deseo del Otro. Paula dice:
Estoy
a su merced, cuando
ya no puedo soportar su indiferencia, cuando mi angustia llega al grado máximo
porque me doy cuenta de que nunca me va a querer como a la otra o como a su
hija, decido irme, dejarlo. ¡Yo merezco algo mejor! Pero luego él me pide volver…
y vuelvo. Siempre vuelvo. No es que me obligue… simplemente es que no puedo
negarme.
Más adelante Paula nos cuenta sobre la
sexualidad. Carlos suele ser impotente y ella tiene que hacer malabares para
que él tenga una erección, excepto cuando está medio entonado, dice ella, no completamente borracho sino sólo un
poco y entonces Carlos le venda los ojos y la ata a la cama. Allí aparece otra
escena de Nueve semanas y media, en
la película John hace lo mismo: venda los ojos de Elizabeth para tenerla a su
merced. En una de las escenas John derrama líquidos en el cuerpo de la mujer
para lamerla (miel, nata, champán) pero también de pronto le introduce un chile
en la boca (lo que ya no es tan agradable). En otro momento, hacia la parte
final de la película, John cruza el límite de Elizabeth, en el momento en el
que vuelve a vendarle los ojos e introduce a una prostituta que empieza a besar
a la mujer. Elizabeth no soporta ese acto, es algo que cruza la raya y es el
momento en el que se cumple el plazo de las nueve semanas y media que dura esa
perversión, digo relación amorosa. Paula nos cuenta que algo así ocurre en su
propia sexualidad con Carlos: El la ata a la cama con los ojos vendados, ella
está allí, como un conejito asustado, dice ella, gozoso, diríamos nosotros los
psicoanalistas.
Ella está a su merced, a merced del otro,
completamente indefensa, completamente frágil. ¿Por qué una mujer se coloca
allí? Esa pregunta es la que Paula ha venido a hacerse al diván. ¿Por qué lo hago? se pregunta una Paula
confusa, sorprendida. Una sorpresa de ella misma, de no entender qué causa la
empuja a colocarse allí, en esa función de presa de alguien de quien, a todas
luces… desconfía. Pero Carlos aún no ha llevado a Paula a cruzar el límite,
Paula aguanta y aguanta. A veces, atada a la cama él enciende cigarros y la
quema. Ligeramente dice ella, no me duele mucho... incluso me gusta, me
excita. Otras veces le hace pequeños cortes con una navaja bien afilada y
le lame las gotas de sangre que brotan de la herida. Me gusta el olor acre de mi sangre, me gusta pensar que él está
bebiendo mi sangre, me excita. Pero hay una escena que Paula tarda
alrededor de tres años en relatarme y que según ella me dice, fue la escena que
desencadenó, primero una angustia insoportable en ella, y después, una furia
interna con los peores deseos de vengarse de él y de regresarle todo el daño
que le ha infligido desde que empezó su relación (llevan juntos 15 años).
Después de hacer todo lo necesario para
excitarla, él empieza a hacerle el amor y en el momento en el que ella va a
llegar al orgasmo, él la mira (según ella con un gran desprecio) y se detiene.
Allí la deja… dice ella, suspendida,
sola, desamparada. Allí la deja con esa necesidad suya, de mujer, de poder
gozar… sin poder culminar.
Lo terrible, dice Paula, no es el hecho de no tener el orgasmo, lo
terrible es su mirada. Su mirada que atraviesa la mía y que me mira así…
burlón, malo, perverso. Regodeándose por quitarme lo que me pertenece, lo que
es mío… mi goce. Paula se echa a llorar con una actitud entre desamparo,
confusión… pero sobre todo, lo que parece es que no se lo explica.
Efectivamente, al finalizar esa sesión, antes de irse, ella me mira atónita y
me pregunta: ¿Por qué lo hace?
La pregunta de la analizante está
relacionada con su propio fantasma. Ella quiere saber algo.
Carlos se coloca para ella en ese lugar del
Sujeto Supuesto Saber Gozar. El es el
perverso, seductor, que no tiene preguntas, que todo lo sabe, que todo lo
afirma: el sabelotodo del goce.
Ella es la neurótica que dócilmente se
acomoda en el fantasma de Carlos para complacerlo, para darle el goce que ella
cree que lo va a completar. Carlos, por su parte, tiene ese lado sádico que
aunque angustia a Paula, también la fascina. El hace lo posible por llevarla al
punto de límite, hace de la angustia de Paula una condición exigida. Pero
¿quién exige esa angustia? Da la impresión de que Carlos está al servicio de
alguien, aunque el mismo Carlos no sepa al servicio de quién. Paula está a
merced de Carlos y Carlos está a merced de ese Otro por quien Carlos actúa.
Para Paula todavía hay cosas por revelarse,
principalmente, ese momento en el que ella pueda percatarse de que la
fascinación que Carlos ejerce sobre ella es su poder. El poder que ese sujeto
tiene sobre ella es porque lo que ella quiere que Carlos le revele es una sola
cosa: su sabergozar.
Freud sostuvo que la neurosis era el negativo de la
perversión, que el neurótico fantasea lo que el perverso actúa. Lacan lo
refrendó diciendo que el fantasma que habita al neurótico es perverso… Pero,
¡ay! ¡Qué borrosos son los límites entre la fantasía y la actuación, entre el
deseo y el goce!
Paula quiere saber por qué Carlos sí puede
pasar al acto lo que para ella sólo puede quedarse en la imaginación. Y allí
está ella, sufriendo por no poder ser como él… aunque le horrorice.
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