La hija que dijo la verdad.
Cristina Jarque
Decir la verdad es siempre un acto de riesgo. En el ámbito familiar, donde la mentira suele confundirse con el amor y el silencio con la lealtad, decir la verdad puede equivaler a romper el pacto que sostiene la ilusión de unidad. Freud ya lo intuía cuando escribió que el síntoma es la verdad que el sujeto no sabe que sabe. En esta historia, la hija de en medio fue la que descubrió el secreto familiar: un hijo ilegítimo, nacido antes del matrimonio, oculto por el padre durante toda su vida. La hija de en medio fue el síntoma viviente del clan: encarnó la palabra que todos necesitaban reprimir. Ella no buscaba venganza, buscaba sentido. Descubrir que el padre había tenido un hijo antes del matrimonio no fue, para ella, motivo de condena moral, sino de asombro ante la magnitud del engaño. ¿Cómo amar a un padre que construyó su familia sobre una omisión? ¿Cómo callar cuando el silencio se vuelve insoportable? Su decir no fue un ataque: fue un acto de verdad. Pero las familias (como los cuerpos) expulsan lo que amenaza su equilibrio. El padre, herido en su narcisismo, reaccionó como un rey destronado. La madre, prisionera de su propio miedo y su amor por el dinero, eligió la fidelidad al marido antes que a la verdad. Los hermanos, confundidos, reprodujeron el gesto de exclusión. Así, la hija quedó fuera del cuadro familiar: sola, despojada, acusada de traición por haber hablado. Sin embargo, su exclusión no fue una derrota, sino una liberación. Lo que para los otros fue escándalo, para ella fue nacimiento. El acto de decir la verdad produjo una grieta, pero también un vacío fértil. En ese vacío, la hija comenzó a existir como sujeto propio, no como extensión del deseo de los padres. Freud diría que pudo recordar, repetir y elaborar; pudo transformar el trauma en relato, el dolor en conocimiento. Mientras los demás se mantenían cautivos de la mentira, ella transitaba un proceso de individuación que la llevó a una paz inédita. La pérdida de la familia fue, paradójicamente, la condición para recuperar su salud mental y corporal. Allí donde el secreto envenenaba, la palabra liberó. Lacan nos enseña que el acto analítico consiste en permitir que el sujeto se separe del goce del Otro, es decir, de esa trampa donde el deseo propio queda sometido a la voluntad del clan. Eso fue lo que hizo esta hija: se separó del goce paterno que sostenía el silencio. Eligió la verdad antes que la pertenencia, la palabra antes que el síntoma. Mientras su hermana menor enfermaba (presa de la culpa y del silencio), ella lograba elaborar la historia, dar lugar a la falta, aceptar la incomodidad de no pertenecer. En esa soledad habitada, descubrió la serenidad que solo llega cuando el cuerpo deja de hablar porque el alma ha sido escuchada. La hija que dijo la verdad no heredó dinero ni reconocimiento. Heredó algo más valioso: la posibilidad de no repetir. En ella se interrumpió la cadena del crimen y del castigo. Su salud fue la forma simbólica de una reparación: el testimonio de que, cuando el inconsciente se inscribe en la palabra, el cuerpo deja de cargar con la culpa. La verdad no la destruyó; la transformó. Y quizás eso sea lo más cercano a una forma de salvación en el campo del psicoanálisis: no curar el dolor, sino darle un sentido que permita vivirlo sin que devenga destino.

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