Frankenstein: el Hamlet de un mexicano (por Cristina Jarque).

 

Frankenstein: el Hamlet de un mexicano
Cristina Jarque
El Frankenstein de Guillermo del Toro me ha hecho pensar que el abandono funda una carencia pero también una herencia. En Hamlet, el hijo hereda una venganza. El espectro que se le aparece habla de lo no dicho (el padre viene a exigir reparación) es el pecado que pide palabra. Hamlet no puede amar ni actuar porque su deseo está colonizado por la deuda paterna. Tanto Hamlet como Frankenstein quedan fijados en el mismo punto trágico: el hijo que no fue mirado, el ser que no fue amado. Guillermo del Toro ha comprendido que el verdadero horror no es la monstruosidad visible, sino la soledad heredada. En su lectura, el monstruo no encarna el mal, sino el vacío de una paternidad ausente. Victor Frankenstein repite sin saberlo la condena del padre de Hamlet: engendra sin sostener, crea sin asumir la responsabilidad de la creación. En el nivel psíquico, ese abandono funda el territorio de lo siniestro (das Unheimliche): aquello que debió permanecer oculto y sin embargo retorna (la figura del padre que no amó, que no miró, que no dijo). Freud nos recuerda que el deseo del hijo está ligado al deseo del padre. Frankenstein, al igual que Hamlet, depende de una mirada que nunca lo reconoció. En ambos casos, el hijo busca en el Otro lo que el padre no supo darle: legitimidad de existencia, inscripción simbólica. Desde la clínica psicoanalítica, este abandono se repite como destino. El sujeto que no ha sido mirado se construye como “monstruo”: reúne fragmentos, busca sentido en las sobras de lo que fue negado. Vive en la tensión entre el deseo de ser amado y el miedo a ser visto. Así, la transmisión intergeneracional del abandono opera como una cadena de silencios (padres ausentes, hijos que repiten la huida, nietos que heredan la culpa sin nombre). Del Toro, como Shakespeare, no habla de moral sino de estructura. El padre no sólo transmite la vida, transmite la falta, el vacío, el trauma. En esa herencia, el hijo queda condenado a cargar con la sombra del padre, a representar su culpa. Pero también allí se abre la posibilidad de la transformación: reconocer que el “monstruo” no nace del mal, sino del desamor; que la herencia paterna puede devenir palabra, análisis, liberación. En el consultorio, cuando un paciente dice “mi padre no estaba”, escuchamos algo más que una ausencia física: escuchamos el eco de generaciones que no pudieron nombrar su soledad. El trabajo analítico consiste en permitir que ese hijo (ese Hamlet, ese Frankenstein) hable, que ponga voz al espectro y diga su propio nombre. Sólo entonces el monstruo deja de serlo. Porque lo que cura no es la presencia del padre, sino la posibilidad de simbolizar su falta. Así, la criatura que no fue amada puede finalmente mirarse sin horror, sin culpa. Puede reconocerse como heredero de una historia que no eligió, pero que puede reescribir. En ese gesto, el hijo deja de repetir la condena y comienza a existir como sujeto: ya no el experimento del padre, sino su palabra emancipadora.
 

 

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