Este suntuoso libro que tiene entre sus manos no sólo es una obra de arte, deslumbrante por cierto: es a la vez un manifiesto, un santuario y una conmovedora declaración de amor. Pero es ante todo una obra de arte y conviene empezar por ahí.
"Si todo el mundo escribiera, ¿qué quedaría de la literatura? " Esta pregunta de Paul Valéry, que sugiere que la literatura, como arte, se nutre de su propia rareza, no tiene visos de respuesta, ya que la hipótesis planteada continúa siendo puramente teórica. Pero si la menciono es porque siempre me ha hecho pensar en la fotografía. Todo el mundo toma fotos. ¿Qué queda de la fotografía, no como entretenimiento o documento, sino como arte?
Lo que este magistral libro logra demostrar es que no queda nada o, más bien, que queda lo esencial. Basta con abrir el libro al azar u hojearlo unos instantes para darse cuenta rápidamente de que ningún fotógrafo dominguero (como yo mismo, como todo el mundo) alcanzará jamás esta maestría en el juego de las luces y sombras, en la representación de los colores y las formas, ni obtendrá, ni siquiera excepcionalmente y por casualidad, este tipo de virtuosismo, que es una hazaña técnica a la vez que artística, y que nos conmueve tanto más cuanto que no puede reducirse a la maestría o al virtuosismo: porque expresa una sensibilidad excepcional que toca la nuestra.
Esto fue lo primero que me impresionó: esa mezcla de admiración y emoción que producen las obras maestras, y la evidencia de que este libro es una de ellas.
Pero también es un manifiesto que interpela nuestras conciencias. La belleza alucinante de estas imágenes no se debe únicamente al talento de Pedro Jarque Krebs, sino también y en primer lugar a sus sujetos, en el doble sentido de la palabra: como lo que está representado, incluso en un paisaje o naturaleza muerta, y como seres vivos, dotados de conciencia y sensibilidad (en el sentido en que «sujeto» se opone a «objeto» o «cosa», como lo que está animado frente a lo que no lo está). Ahora bien, que los animales son sujetos, en este último sentido, es lo que sugiere la etimología, tanto en inglés como en francés («animal» viene del latín anima, que significa «alma»), y lo que este libro ilustra de forma profundamente conmovedora.
Pero no sin despertar en nosotros un poco de inquietud, culpa y vergüenza. Porque estas bellezas prodigiosas, todas únicas, todas irreemplazables, todas frágiles, están desapareciendo, como bien sabemos, y por culpa nuestra.
Por eso este bestiario es también un santuario, aunque lamentablemente sólo sea en papel (estas fotos sobrevivirán a sus modelos, e incluso a las especies de las que pertenecen, y al menos conservarán su imagen), del mismo modo que esta obra maestra artística es también un manifiesto: por la preservación de la naturaleza, de la biodiversidad, y especialmente de la fauna salvaje, tan increíblemente bella, tan asombrosamente diversa, plural y una. “Sólo hay una bestia”, decía la gran Colette, queriendo expresar la unidad de la vida. Pero esta unidad es multitud y contrastes: sólo está formada por especies, todas diferentes, que a su vez están formadas por individuos, todos singulares, todos únicos, todos mortales.
Contemple estas aves fabulosas y, sin embargo, tan evidentemente reales, tan personalmente vivas, flamencos, guacamayos, cigüeñas y otras maravillas, admire su elegancia, su magnificencia, sus colores tan a menudo brillantes y siempre sutiles, como luminiscentes, la gracia de sus actitudes, la coreografía de sus relaciones, piérdase en la mirada de estos gorilas, estos orangutanes, estos chimpancés (los grandes simios son nuestros hermanos en realidad, o nuestros primos, más que cualquier otra especie animal), contemple la potencia masiva y plácida (cuando no se les molesta) del hipopótamo, el rinoceronte, el elefante, la fragilidad altiva de la jirafa, la fuerza flexible de los felinos, leones, tigres, panteras, jaguares o leopardos, sin olvidar a los lobos, osos, cocodrilos, leones marinos, iguanas, tortugas, nutrias, medusas y belugas. Tómese su tiempo, página tras página, para observar el esplendor del detalle y saborear la plenitud absoluta, en cada ocasión, de todo el conjunto... No sabemos qué admirar más: la perfección de la imagen (¡qué paciencia y destreza han hecho falta para lograr semejante resultado! ) o la perfección, tanto plástica como cromática, de los sujetos representados. «Por realidad y por perfección entiendo lo mismo», decía Spinoza[1]. Cada página de este libro parece ser una ilustración de ello.
Evitemos caer en el antropomorfismo, que atribuiría a estos animales sentimientos similares a los nuestros. Sin embargo, todos sentimos que compartimos algo con ellos, que es la vida, la animalidad y, por tanto, también la sensibilidad, la subjetividad y la conciencia, cualesquiera que sean sus formas, contenido o grados, porque nosotros también somos animales y porque ellos están tan perfectamente vivos como nosotros. Por eso este libro-manifiesto es también una declaración de amor – WildLove –, llena de emoción, gratitud, respeto y empatía: la de un ser humano vivo, fascinado por la belleza de la vida no humana, e indignado ante la idea de que parte de esta belleza y de esta vida (la más salvaje, a menudo la más hermosa) esté a punto de desaparecer. Esto va mucho más allá de la estética: involucra tanto la moral como la política.
¿Los animales tienen derechos? No, desde luego, en relación unos con otros (el tigre no viola los derechos de la gacela que masacra, ni el pájaro los de los insectos o lombrices que ingiere), ni por tanto en relación con nosotros, en la medida que, desde su punto de vista u objetivamente, sólo somos animales entre otros. Pero nosotros tenemos deberes hacia ellos, no objetivamente, sino subjetivamente; no por naturaleza, sino por cultura; no en tanto que especie animal, que también lo somos y sobre todo, sino en tanto que especie humana y, por tanto, obligados por ello. ¿En nombre de qué? En nombre de una cierta idea de humanidad y, por tanto, en nombre de lo que ha hecho de sí misma y de nosotros (en el sentido de que la humanidad no es sólo una especie, sino también una virtud : lo contrario de la inhumanidad, que es el nombre humano del mal, del que sólo los humanos, por definición, pueden ser culpables), en nombre de las leyes que nos imponemos a nosotros mismos y más o menos respetamos, ya sea individualmente (es lo que llamamos moral) o colectivamente (es lo que llamamos derecho), ya sea hacia las bestias (entendiendo por esto cualquier animal no humano) o hacia las futuras generaciones humanas. Doble deber, doble deuda («No heredamos la tierra de nuestros antepasados, la tomamos prestada de nuestros hijos», dice un proverbio africano), lo que significa que el humanismo sólo puede ser fiel a sí mismo integrando una dimensión ecológica absolutamente decisiva. Es necesario salvar la biosfera, o perder nuestra alma.
Montaigne lo vio claramente: «Existe un cierto respeto que nos une y un deber general de la humanidad, no sólo hacia los animales que tienen vida y sentimientos, sino hacia los mismos árboles y las plantas. Debemos justicia a los hombres, y gracia y benignidad a las demás criaturas que puedan ser capaces de ella [que puedan beneficiarse de ella, sentir sus efectos]. Existe cierto comercio [cierta relación] entre ellas y nosotros, y cierta obligación mutua.[2]. »
¿Mutua? No exactamente, ya que los animales no tienen ninguna obligación hacia nosotros. Pero eso no nos exime de nuestros deberes, ya sea hacia ellos o hacia nuestros descendientes. Somos los guardianes (no, por supuesto, los propietarios) de un tesoro inestimable e inagotable (no, por desgracia, indestructible), cuya belleza sólo es igualada por su fragilidad: nuestro deber es preservarlo, en la medida de nuestras posibilidades, prestando especial atención a la parte más frágil, más rara y a menudo más bella de este tesoro que es la naturaleza, que es la fauna salvaje.
Que este magnífico libro, a través de la admiración empática que suscita, nos ayude a tomar conciencia de ello y a actuar en consecuencia: ¡es urgente!
[1] Spinoza, Ética, II, definición 6.
[2] Montaigne, Essais, II, 11, p. 435 de la edición Villey-Saulnier, París, PUF, 1924, reed. « Quadrige », 2004.
Ce livre somptueux, que vous tenez entre vos mains, n’est pas seulement une œuvre d’art, d’ailleurs éblouissante : il est à la fois un manifeste, un sanctuaire et une bouleversante déclaration d’amour. Mais il est d’abord une œuvre d’art, et il convient de commencer par là.
« Si tout le monde écrivait, que resterait-il de la littérature ? » Cette question de Paul Valéry, qui suggère que la littérature, comme art, ne se nourrit que de sa propre rareté, n’est pas près de trouver réponse, tant l’hypothèse envisagée reste purement théorique. Mais si je l’évoque, c’est qu’elle m’a toujours fait penser à la photographie. Tout le monde fait des photos. Que reste-il de la photographie, non comme divertissement ou document, mais comme art ?
Ce que cet ouvrage magistral suffit à prouver, c’est qu’il n’en reste pas rien, ou plutôt qu’il en reste l’essentiel. Il suffit d’ouvrir le livre au hasard, ou de le feuilleter quelques instants, pour comprendre très vite qu’aucun photographe du dimanche (ce que je suis, comme tout le monde) n’atteindra jamais cette maîtrise dans le jeu de la lumière et de l’ombre, dans le rendu des couleurs et des formes, ni n’obtiendra, fût-ce exceptionnellement et par chance, ce genre de réussite virtuose, qui est une performance technique en même temps qu’artistique, et qui nous touche d’autant plus qu’elle ne se réduit ni à la maîtrise ni à la virtuosité : parce qu’une sensibilité d’exception s’y exprime, qui vient toucher la nôtre.
C’est ce qui m’a frappé d’abord : ce mélange d’admiration et d’émotion que procurent les chefs-d’œuvre, et l’évidence que ce livre en est un.
Mais c’est aussi un manifeste, qui s’adresse à nos consciences. L’hallucinante beauté de ces images ne tient pas seulement au talent de Pedro Jarque Krebs, mais aussi et d’abord à ses sujets, au double sens du mot : comme ce qui est représenté, y compris dans un paysage ou une nature morte, et comme être vivant, doué de conscience et de sensibilité (au sens où « sujet » s’oppose à « objet » ou à « chose », comme ce qui est animé à ce qui ne l’est pas). Or, que les animaux soient des sujets, en ce dernier sens, c’est ce que l’étymologie suggère, en anglais comme en français (« animal » vient du latin anima, qui signifie « âme »), et ce que ce livre illustre de bouleversante façon.
Non, toutefois, sans susciter en nous un peu d’inquiétude, de culpabilité, de honte. Car ces beautés prodigieuses, toutes singulières, toutes irremplaçables, toutes fragiles, sont en train de disparaître, nous le savons bien, et par notre faute.
C’est en quoi ce bestiaire est aussi un sanctuaire, hélas seulement sur papier (ces photos survivront à leurs modèles, voire aux espèces dont ils sont issus, et en préserveront au moins l’image), comme ce chef-d’œuvre artistique est aussi un manifeste : pour la préservation de la nature, de la biodiversité, et spécialement de la faune sauvage, si incroyablement belle, si étonnamment diversifiée, plurielle et une. « Il n’y a qu’une seule bête », disait la grande Colette, voulant exprimer l’unité du vivant. Mais cette unité est multitude et contrastes : elle n’est faite que d’espèces, toutes différentes, lesquelles ne sont composées que d’individus, tous singuliers, tous uniques, tous mortels.
Regardez ces oiseaux fabuleux et pourtant si évidemment réels, si personnellement vivants, flamants, aras, cigognes et autres merveilles, admirez leur élégance, leur magnificence, leurs couleurs si souvent éclatantes et toujours subtiles, comme luminescentes, la grâce de leurs attitudes, la chorégraphie de leurs relations, perdez-vous dans le regard de ces gorilles, de ces orangs-outangs, de ces chimpanzés (les grands singes sont nos frères vraiment, ou nos cousins, plus qu’aucune autre espèce animale), contemplez la puissance massive et placide (quand on ne les dérange pas) de l’hippopotame, du rhinocéros, de l’éléphant, la fragilité hautaine de la girafe, la force tout en souplesse des félins, lions, tigres, panthères, jaguars ou léopards, sans oublier les loups, les ours, les crocodiles, les otaries, les iguanes, les tortues, les loutres, les méduses, les belugas, prenez le temps, page après page, d’observer la splendeur du détail, de savourer l’absolue plénitude, à chaque fois, de l’ensemble… On ne sait ce qu’il faut admirer le plus : la perfection de l’image (ce qu’il fallut de patience et de métier, pour obtenir un tel résultat !) ou celle, à la fois plastique et chromatique, des sujets représentés. « Par réalité et par perfection j’entends la même chose », disait Spinoza[1]. Chaque page de ce livre semble en être une illustration.
Évitons de tomber dans l’anthropomorphisme, qui prêterait à ces animaux des sentiments semblables aux nôtres. Chacun sent bien pourtant que nous partageons quelque chose avec eux, qui est la vie, l’animalité, donc aussi la sensibilité, la subjectivité, la conscience, quels qu’en soient les formes, le contenu ou les degrés, puisque nous sommes des animaux, nous aussi, et puisqu’ils sont aussi parfaitement vivants que nous. C’est en quoi ce livre-manifeste est aussi une déclaration d’amour – WildLove –, pleine d’émotion, de gratitude, de respect et d’empathie : celle d’un vivant humain, fasciné par la beauté du vivant non humain, et révolté à l’idée qu’une partie de cette beauté et de cette vie (la plus sauvage, souvent la plus belle) soit en passe de disparaître. Cela va bien au-delà de l’esthétique : cela touche à la morale comme à la politique.
Les animaux ont-ils des droits ? Non, certes, les uns vis-à-vis des autres (le tigre ne viole pas les droits de la gazelle qu’il égorge, ni l’oiseau les droits des insectes ou des vers de terre qu’il ingurgite), ni donc vis-à-vis de nous, en tant que nous ne sommes, de leur point de vue ou objectivement, que des animaux parmi d’autres. Mais nous avons des devoirs vis-à-vis d’eux, non objectivement mais subjectivement, non par nature mais par culture, non en tant qu’espèce animale, ce que nous sommes aussi et d’abord, mais en tant qu’espèce humaine, et obligée par là. Au nom de quoi ? Au nom d’une certaine idée de l’humanité, donc au nom de ce qu’elle a fait d’elle-même et de nous (au sens où l’humanité n’est pas seulement une espèce mais aussi une vertu : le contraire de l’inhumanité, qui est le nom humain du mal, dont seuls les humains, par définition, peuvent se rendre coupables), au nom des lois que nous nous imposons à nous-mêmes et respectons à peu près, que ce soit individuellement (c’est ce qu’on appelle la morale) ou collectivement (c’est ce qu’on appelle le droit), que ce soit vis-à-vis des bêtes (entendant par là tout animal non humain) ou vis-à-vis des générations humaines à venir. Double devoir, double dette (« Nous n’héritons pas de la terre de nos ancêtres, nous l’empruntons à nos enfants », dit un proverbe africain), par quoi l’humanisme ne peut être fidèle à lui-même qu’en intégrant une dimension écologique absolument décisive. Il faut sauver la biosphère, ou perdre notre âme.
Montaigne l’a bien vu : « Il y a un certain respect qui nous attache, et un général devoir d’humanité, non aux bêtes seulement qui ont vie et sentiment, mais aux arbres mêmes et aux plantes. Nous devons la justice aux hommes, et la grâce et la bénignité aux autres créatures qui en peuvent être capables [qui peuvent en bénéficier, en éprouver les effets]. Il y a quelque commerce [quelque relation] entre elles et nous, et quelque obligation mutuelle[2]. »
Mutuelle ? Pas tout à fait, puisque les bêtes, elles, ne sont tenues à aucune obligation nous concernant. Mais cela ne saurait nous dispenser de nos devoirs, que ce soit vis-à-vis d’elles ou vis-à-vis de nos descendants. Nous sommes les dépositaires (non certes les propriétaires) d’un trésor à la fois inestimable et inépuisable (non, hélas, indestructible), dont la beauté n’a d’égale que la fragilité : notre devoir est de le préserver, le plus que nous pouvons, en accordant un soin particulier à ce qu’il y a, dans ce trésor qu’est la nature, de plus fragile, de plus rare et souvent de plus beau, qui est la faune sauvage.
Puisse ce livre magnifique, par l’empathie admirative qu’il suscite, nous aider à en prendre conscience, et à agir en conséquence : il y a urgence !
[1] Spinoza, Éthique, II, définition 6.
[2] Montaigne, Essais, II, 11, p. 435 de l’édition Villey-Saulnier, Paris, PUF, 1924, rééd. « Quadrige », 2004.
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