LOS ÁNGELES AUSENTES DE JAVIER MARÍN

Por Néstor A. Braunstein

Grandioso es un adjetivo pequeño para calificar el nuevo retablo de la catedral de Zacatecas encomendado a Javier Marín. Más justo es llamarlo monumental y colosal, más lógico es repetir con asombro cuáles son sus dimensiones, más tentador es abordar los infinitos aspectos de la obra que llaman al comentario admirativo y relacionar a esta obra descomunal con el arte religioso y con la historia de la escultura, subrayando su singularidad, sus atrevimientos, su mexicanidad. Me arriesgaré, sin embargo, por otro camino; habré de concentrarme en un detalle iconográfico que me sorprendió en las fotos y maquetas cuando pude ver que la mesa central del altar no estaba sostenida por patas, columnas, estípides ni cariátides sino por cuatro alas, alas de ángeles, enormes, similares a otras que el artista produjo en la década de los noventa.

¿Quiénes son los ángeles, de dónde vienen, adónde van? Son representaciones para todos familiares, criaturas de la zoología fantástica, presentes en todas las religiones, comparables a los centauros y sirenas, formados por la insólita superposición de cuerpos humanos y alas de ave. Porque vuelan tienen la ardua tarea de comunicar al imperio celestial con el reino terrenal, son intermediarios oficiosos entre los mundos de arriba y abajo. Es por eso que sus alas son su rasgo esencial. Con frecuencia son músicos que confirman así, con cánticos e instrumentos, su misión de ligar lo superior con lo inferior, su condición de excelsos mensajeros. A las alas de estas divinas criaturas Javier Marín las ha cercenado (¡qué hazaña la suya al mostrar, no el ala, no, sino la coyuntura del ala y el cuerpo!  ¡qué objeto irrepresentable, cuando no siniestro, es el muñón!) y las ha destinado a mantener en alto la mesa de la celebración eucarística. Eliminó así a las partes humanas del ángel, las partes no esenciales que podrían ser las de cualquier hijo de Eva y Adán, y nos ha dejado tan sólo estos fragmentos esculpidos como cosas de carne y plumas, estos apéndices ornitológicos que producen la indecible extrañeza que nos evocan los restos de cualquier cirugía. Es excesiva la facilidad que nos daría aludir a la universalidad simbólica del pájaro y mencionar a la castración como efecto del corte de esos atributos voladores. Hay observaciones que, por obvias, un psicoanalista no puede permitirse.

La decisión del artista de mostrar a las alas sin los que serían sus dueños nos presenta el misterio de la ausencia de los ángeles y nos deja ciertas claves dispersas para penetrar en él o para atreverse a conjeturas sobre el proceso creador tomando la precaución, que es una imposición metodológica, de no entrar en los campos, por siempre vedados, del psicoanálisis del artista a través de su obra. Repitamos simplemente lo de todos sabido: una obra de arte no es la proyección de una fantasía del artista ni tampoco un sueño pintado, esculpido o narrado y el psicoanalista no es un experto que disponga de claves secretas para el acceso a la obra. ¿Significa eso que se quedará mudo? No; no necesariamente. El retablo pergeñado por Marín para la Catedral de Zacatecas se despliega ante nuestra mirada y nos provoca; sobre él sería ilícito aplicar un saber que no tenemos… pero sí podemos dejarnos interrogar, descubrir nuestra propia perplejidad y analizar nuestra respuesta frente a los enigmas de la creación, en este caso, el de la ausencia del cuerpo de los ángeles.

Alguna vez dijimos que el objeto artístico no va en busca sino que produce a su espectador. ¿Cuál es el primer espectador de una obra? Seguramente el autor. Javier Marín declaró: “A través de mi labor escultórica trato de entenderme, de comprender mi trabajo: mi obra es una forma de explicarme. Estoy consciente de que hay una doble —o triple— interpretación de cosas que yo mismo desconozco de mí y de por qué está saliendo esto. Para mí, hacer escultura es autoanálisis.” […] Disfruto muchísimo cuando consigo una imagen que deseaba materializar y la veo. […] Me pongo yo en la posición de la escultura porque tengo que entenderla y, a la vez, también requiero que ella me comprenda y ‘sepa’ qué es lo que yo estoy sintiendo”.

Estas declaraciones son tan sorprendentes como el “diálogo del viento y el mar” en la suite de Debussy. La conversación del artista con su estatua culmina en el momento en que el escultor implora al barro o al metal que salgan de su mutismo y le expliquen quién es él, cómo es el molde, la matriz, de donde su esplendor procede. Y esta imagen de la “matriz” nos lleva a la portentosa metáfora en acción que es el trabajo escultórico con “la cera perdida”, técnica milenaria con la cual se han producido los bronces dorados que hoy nos deslumbran hasta tocar la ceguera en el retablo de Zacatecas. El artista ha debido, para conformar cada fragmento de la obra, modelarla primero en una sustancia frágil y perecedera como puede serlo la cera, hacer un molde de esa figura, fundir y eliminar la cera sacándola a través de ciertos orificios y, una vez “perdida” esa materia informe e “inútil”, verter allí el bronce, romper el molde, sacar al metal frío que ha tomado la forma originalmente deseada y luego pulir y darle el acabado final antes de dar por terminada la escultura. Es todo lo contrario del trabajo per via di levare, de sustracción, “quitando el mármol para que la estatua crezca”, grato a Miguel Ángel. Para esculpir un bronce hay que llenar un vacío y ese vacío debe ser lo primero que el artista fabricará. El hueco de su obra es quizás tan solo un vaso al que se le perdió la cera, un vacío que en sí mismo no se cumple, pero, de todos modos, —¡qué vaso tan providente aquél!— capaz de amoldar el alma perdidiza y hacer que, en el rigor del vacío que los aclara, el agua, el alma y el bronce, ¡siempre tres!, tomen forma, ocultando del hacedor la conciencia derramada, el desplome de ángeles caídos y sus alas rotas en esquirlas de aire. (comillas omitidas)

“Portentosa metáfora” de la acción del escultor trabajando su bronce. ¿No es así, siguiendo el modo de la materia perdida, como se produce un “sujeto”, no sólo el artista, cualquier sujeto, cualquiera que hable llamando “yo” a su personaje? La mujer y el hombre se hacen “a la placenta perdida”, la boca se forma con el pecho y con las palabras y gritos perdidos, el ojo con las lágrimas y las miradas perdidas, el oído con la cera y los sonidos perdidos y así cada uno de los orificios, los más excelsos y los más humildes, se “hacen”, se habilitan para el goce mediante la pérdida de sustancias corporales que no sin goce se expulsan. Primera creación es la del vacío. Expulsar e “impulsar” la entrada de nuevas sustancias y nuevas formas es lo que llamamos “pulsión”. Cada fluido que abandona nuestro cuerpo está irremisiblemente perdido y la sensación de dejarlo alejarse sin esperanzas de retorno, el “goce” de cada órgano, consiste en ese vaciarse de la cera o sus equivalentes (objetos @, a minúscula, los llamaba Lacan para darles a todos ellos un nombre común) a través de orificios por donde el bronce de un mundo nuevo, creado por el deseo, podrá hacer su entrada y “tomar cuerpo”. Uno “se hace” perdiendo sus sustancias vitales, vaciándose, entregando y consagrando a la nada todo lo que se escapa del ser y es para siempre un desecho irrecuperable y hasta execrable. Uno elimina sus secreciones primeras y luego llena el vacío que se ha creado con una suerte de “estatua”, una forma modelada alrededor de la imagen originaria de sí que lleva las marcas del goce sensual de las pulsiones. Para construir nuestra propia imagen debemos primero vaciarla, luego llenarla con algo perdurable cuyo mejor modelo es el bronce (¿poemas, nombres, discursos, frases, objetos, obras, colores, construcciones, sueños, filmes?) y finalmente limar las asperezas dejadas por el proceso. Si así fuese podríamos entender los interrogantes planteados por Javier Marín a su obra: “¿Quién eres? Explícamelo para que pueda saber yo quién soy pues tú eres la guardiana de mis secretos”. Cuando dice “Me pongo yo en la posición de la escultura” ¿No nos sugiere que la obra es su espejo y en ella se ve? ¿Y que la escultura en su materialidad es el molde de él mismo?

Sí; allí él se ve y nos invita a vernos: en las alas con sus muñones a los que les falta el cuerpo: en esos pedazos de carne sin fin que cuelgan desconectados del componente humano no representado, no representable. Bien lo sabemos y aun antes que Rilke nos lo dijera: “todo ángel es terrible”. El propio poeta aclaró por qué el ángel trae la compañía del espanto: por su belleza que linda con lo siniestro, con lo que tiene que permanecer oculto. El ángel es un habitante de la frontera. “Lo bello es el comienzo de lo terrible que apenas podemos soportar”. El hombre, ante el espejo que le proporciona el artista, en esa imagen del ángel mutilado que cuestiona los cánones tradicionales de la belleza, encuentra lo siniestro que yace en el fondo de sí mismo, eso que es siniestro porque se revela a pesar de que debiera quedar oculto. Tal es el trasfondo de la intimación que hace Javier Marín, específicamente él, no todo ni cualquier artista, a sus esculturas. “E adesso, parla! Sin subterfugios, sin tapujos, revélame quién soy”. Sobra decir que, si él consigue “entrevistar” a sus creaciones, el misterio que es la esfinge esculpida se traslada después a nosotros, los espectadores, una vez que la obra se hace pública. Javier Marín nos increpa y nos conmina a responder formulando esa “doble o triple interpretación” de los rostros y cuerpos plasmados en el bronce que vino a llenar el vacío del molde.

¿Y lo que no salió a la luz? ¿Cómo es ese ángel asexuado que carece tanto de rostro como de cuerpo? ¿Quién fue el visionario que lo retrató? Creo saber cuál es ese ángel. Me arriesgaría a plantear que el ángel ausente, el ángel perdido en su cera, explica la obra entera de Javier Marín y lo que muchos han llamado sus “contradicciones”. Con frecuencia me ha tocado topar, al igual que a muchos otros, con fotografías de la célebre acuarela de Paul Klee: “Angelus Novus”.



La pequeña obra de arte no gozaría de tanta fama si no hubiese sido adquirida en 1921 por Walter Benjamin. El filósofo, “marxista místico”, si se me permite el oximoron, poco antes de su suicidio en 1940 escribió a propósito de ella su “Novena tesis de filosofía de la historia” que dice:

"Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso."

Para ir al grano, atrevámonos a proponer que el ángel de la historia (de la Historia) es Javier Marín en tanto que artista y que él, en este colosal retablo zacatecano, nos da a ver tan solo sus alas, metáfora y metonimia del todo, de su personalidad y de su producción artística. Digamos que su arte es, desde los comienzos y a todo lo largo de su joven vida, una mirada sobre el pasado de la escultura y de las formas en que el cuerpo ha sido representado como modelo de la humanidad. Aceptemos que por eso la crítica se ha empeñado en imponerle rótulos e intentar clasificarlo: “clásico”, “clasicista”, “renacentista”, “barroco”, “manierista”, “figurativo”, “neoclásico”, “neobarroco”, incluso “reaccionario”, “conservador”, “retrógrado” y otras lindezas que se dedican con frecuencia a quienes se atreven a decir lo inesperado y a mostrar esos vislumbres de lo insoportable que son el mensaje de todo ángel. La mirada del escultor se dirige “con los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas” al pasado, en este caso, el del arte, y allí él no encuentra una cadena de acontecimientos, una sucesión de escuelas y nombres propios, un museo ordenado por los críticos y los historiadores. Él tropieza con una catástrofe única, una acumulación de ruinas que se apilan bajo sus pies. Con fascinado horror quisiera detenerse, despertar a toda esa tradición cadaverizada y recomponer, reconstruir lo despedazado. Pero el tiempo es terco y está clausurado el camino de regreso: sólo queda seguir andando, fáusticamente, hacia delante y, sin dejarse domeñar por las advertencias de las Casandras, sólo queda desconstruir y mostrar las costuras y resquebrajos que hicieron posibles estas ruinas.

—¿Al pasado? ¡Desarmarlo!

—¿Y del futuro; qué esperar?

—¡Ay! Del Paraíso que es nuestro destino no baja un coro de querubines sino un vendaval que separa las alas del ángel y hace sangrar sus heridas.

El “progreso” lo empuja, inevitablemente maltrecho, hacia un futuro ominoso e hipertécnico y él sólo puede ser testigo de la devastación que sigue elevándose hacia el cielo. Sólo queda marchar a regañadientes hacia un futuro en el que yace “una débil esperanza mesiánica sobre la cual el pasado tiene un derecho”. (Benjamin, cit., p. 78): “Allí donde crece el peligro, crece también lo que salva” (Hölderlin). ¿Qué peligro? Justamente el del “progreso”. Marín se detiene a escuchar nuevamente a Benjamin y es cuando el poeta del bronce que radica en él oye la sexta de esas tesis y decide dejar en blanco, incorpóreo, el espacio que media entre las cuatro alas para que sobre esa oquedad literalmente desangelada se realice el milagro del sacrificio en el altar: “En cada época es preciso esforzarse por arrancar la tradición al conformismo que está a punto de avasallarla. El Mesías viene no solo como Redentor sino como vencedor del Anticristo”. (Benjamin, cit., p. 80) Hay una lucha que prosigue. Por una parte combate una “tradición” que es venerada al mismo tiempo que se la traiciona mediante la “sacralización” de las obras de arte “clásicas” codiciadas por los poderosos según la evaluación de los anticuarios; por la otra se ensalza un “avance” profanador que transforma a los cuerpos agregando a ellos prótesis maquínicas y convirtiéndolos en cyborgs, vale decir, un “progreso” de gusto tecnocrático que patrocina un arte excrementicio. En el campo de batalla, entre ambos campos, está el Angelus novus representado por los insólitos y ausentes ángeles de Javier Marín que enmarcan el sólido retablo que se extiende detrás de sus alas. Más allá de la tradición y la vanguardia.

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