Reportaje CLASIFICAR EN PSIQUIATRÍA
Por Néstor Braunstein
Miembro de Honor de la Asociación Lapsus de Toledo
Psicoanalista en México, D. F.
Miembro de Honor de la Asociación Lapsus de Toledo
Psicoanalista en México, D. F.
El
destacado periodista cultural, José de Jesús Pacheco Vela, del suplemento EL
ANGEL del diario REFORMA, el de mayor circulación en México, me sometió un
cuestionario referido al libro publicado en mayo pasado: CLASIFICAR EN
PSIQUIATRÍA cuya portada y contraportada pueden verse más abajo en este mismo
portal http://nestorbraunstein.com/. A continuación transcribo el contenido íntegro de la entrevista que
aparece en la edición de EL ANGEL, con fecha 14 de julio.
-¿Qué
detona la escritura de Clasificar en psiquiatría?
Entre
1975 y 1977 comprendí, viendo desde adentro el funcionamiento de la psiquiatría
institucional en México, que la formación de los psiquiatras apuntaba a excluir
la comprensión de las vidas de los pacientes para favorecer los tratamientos
“organicistas”. Pude ver a los pacientes impregnados con drogas, tratados con
electrochoques, restos de personas que habían sido “lobotomizadas” con clavos
introducidos a través de los huesos de las órbitas oculares, encierros
carcelarios, ausencia de diálogo con los “enfermos” y rechazo de toda crítica a
esos métodos con el argumento de que era ¡horror!: “antipsiquiatría”. Siempre
tuve mis reparos respecto de esa llamada “antipsiquiatría” de los años ’70 pero
lo que veía me permitió comprender las razones, razones verdaderamente médicas,
de quienes se oponían a ese modo de enfrentar el sufrimiento psíquico. ¿Qué
sabían esos “médicos del alma” (es la etimología de la palabra “psiquiatría”)?.
¡Nada! O sea, sabían nombrar y clasificar a esos “enfermos” a los que no podían
ni querían entender ni escuchar sino simplemente “tratar” con los recursos que
“la ciencia” ponía a su disposición en nombre de un saber que no tenían pero
que tenían confianza de que el porvenir les iba a aportar bajo la forma de una
futura “biología del cerebro” siempre por venir.
-¿Por
qué creyó necesario discutir el acto de etiquetar las anomalías?
Todas
y cada una de las etiquetas aplicadas eran estigmas, nombres sabios para la
ignorancia. Si usted le dice a alguien que es “histérico”, “hipocondríaco”,
“psicótico”,
”psicópata”, “neurótico”, “narcisista”, “borderline” o cualquier otro término
de las clasificaciones psiquiátricas, lo rebautiza, le da estatuto de anormal,
sustituye su nombre propio por un nombre común o por un adjetivo que
descalifica a la persona y que atrae sobre ella una de dos formas del desprecio
o las dos a la vez: la compasión y/o el rechazo. “Diagnosticar” en psiquiatría
es etiquetar y estigmatizar tanto si usted le dice al paciente que pregunta,
con razón, “¾¿Cuál es mi diagnóstico, doctor” como si usted usa subterfugios
para negar la respuesta y se limita a escribir su “impresión diagnóstica” en un
expediente que (supuestamente) nadie puede ver. El diagnóstico es un juicio,
una sentencia.
-¿En
qué momento comienza a observar incongruencias en las clasificaciones
psiquiátricas?
Desde
que uno se acerca al “enfermo” internado o ambulatorio se le hace evidente que
cada psiquiatra tiene sus marbetes (“morbetes”, digo) preferidos y los aplica
sin preocuparse de que otros puedan estar de acuerdo o no con esa “impresión
clínica”. Nadie define con precisión ¾porque es imposible¾ qué es la
esquizofrenia (mucho más “frecuente” en aquellos años que ahora; las modas
cambian) o la ciclotimia. Las ideas de los “trastornos” mudan con el tiempo. Se
extiende la idea de que todos los habitantes del planeta, se quejen o no, son
susceptibles de un diagnóstico y, por ende, de un “tratamiento” acorde con ese
rótulo. Los niños resultan en un alto porcentaje de casos con “déficit de
atención” (cuando llegué a México se llamaban “hiperquinéticos”) o “autistas”.
La desobediencia infantil es considerada “enfermedad” sin considerar cuál es la
obediencia que se espera de ellos y hay “trastornos” con números de la
Clasificación Internacional de Enfermedades para los chicos que son comelones,
los que están precozmente interesados en el sexo, los que tienen rabietas, los
que están perdidos en las clases de la escuela, los adictos a los videojuegos o
a la televisión o a los pegamentos, los que exigen atención y los que “no
pelan” a los padres, etc.
-Detrás
de las clasificaciones, sobre todo cuando ellas aluden a personas, se hallan
cuestiones ideológicas o políticas. En ese sentido, ¿qué hay detrás del miedo a
aludir a la palabra “enfermedad” en los médicos especializados en la “salud
mental”?
Es
que no hay “enfermedades” mentales y la “mente” no es un órgano como el corazón
o el aparato digestivo. Para decir que hay “enfermedad”, dice alguien tan
autorizado como nuestro amigo, el Dr. Ruy Pérez Tamayo, debe haber uno o mejor
dos “criterios”: uno etiológico (el conocimiento de la causa) y uno patológico
(de la alteración orgánica subyacente). En el caso de la “enfermedad mental”
ninguno de esos dos criterios puede ser ubicado u objetivado. Si hay
conocimiento de causa o patología el caso ya no es psiquiátrico sino
neurológico. Desde que llegué a la medicina (a finales de los ’50) he escuchado
la esperanza de que se develarían pronto, muy pronto, las bases “cerebrales” de
los trastornos; es más, que ya se habían “descubierto” las alteraciones
electroencefalográficas, anatómicas, bioquímicas, de los neurotransmisores,
genéticas, etc., que condicionaban el alcoholismo, la homosexualidad, la
esquizofrenia, la depresión, el autismo, y todo lo que usted guste y mande.
¿Qué queda de esos periódicos “descubrimientos” anunciados con estruendosas
fanfarrias en todos los órganos científicos y periodísticos? Da risa ver esos
pronunciamientos de los años ’60, ’70, ’80 o 2000 cuando se leen a la luz de
los conocimientos actuales que han invalidado todas esas “revelaciones”,
excepto las últimas… las que serán reducidas a nada en los años por venir y
sustituidas por otras que ¾ahora sí¾ son de verdad porque ¾ahora sí¾ disponemos
de una tecnología “científica” que nos permite entrar en la intimidad de los
chapoteos neuronales en el cerebro.
-¿Por
qué es impreciso llamar trastornos mentales o desórdenes mentales a las enfermedades
mentales?
“Enfermedades
mentales”, en el sentido médico de la palabra, ya hemos visto que no hay. Nadie
sabe ni de la etiología ni de la patología de esas “entidades” conceptuales
pero carentes de consistencia ontológica. Por eso, en la “Clasificación
Internacional de las Enfermedades”, en el capítulo de la psiquiatría, se
renuncia al término y se habla de “mental disorders”, mal traducido como
“trastornos mentales” (por eso en el texto que acabo de publicar uso esas
expresiones con tachaduras y escribo trastornos mentales y enfermedades
mentales con esas rayas que cubren a las expresiones que todos usan pero que
merecen la ironía que desnuda su vacío conceptual: son categorías huecas). Y
agregan el adjetivo “mental”, otra palabra que merece la tacha pues nadie, ni
en la filosofía ni en la medicina, ha podido dar una definición convincente de
lo que “mente” quiere decir. No está de más señalar que el sustantivo “mente”
no existe ni en francés ni en alemán y que el adjetivo “mental” se usa para llamar
a lo que antes, en una concepción religiosa, distinta de la científica, se
llamaba “alma”. Le pregunto a usted, le pregunto a los lectores: ¿puede el alma
estar enferma o, bajo esa denominación se esconde la idea de un sufrimiento
subjetivo, de un padecer por la vida, en la vida, que exige atención y
comprensión pero no la veterinización (medicalización) del dolor de existir que
afecta a tantos de nuestros contemporáneos y que, desde México, desde hace 40
años, fue denunciada por Iván Ilich?
Hay
un inmenso saber desarrollado por el psicoanálisis desde hace más de 100 años
acerca de las modalidades por las cuales el pasaje a través de las distintas
edades de la vida va dejando marcas en los modos en que un sujeto se relaciona
con los demás, con el Otro, con la sociedad, con la cultura, con la familia,
con las parejas, con los “satisfactores” que la civilización ofrece para
atenuar “el malestar en la cultura”. La psiquiatrización de la vida es una
manera de ignorar ese conocimiento y la pretensión de sustituir el
enfrentamiento de las dificultades vitales de los niños, los hombres, las
mujeres, por medio de productos químicos que apuntan a corregir los “efectos”,
llamados síntomas, sin entender cuales son las “causas”. O, en otra variedad,
no farmacológica sino “cognitivo-conductual”, a entrenar a la gente para
soslayar lo insoportable de sus condiciones de existencia a través de la
aceptación pasiva a las normas que marcan lo que “se espera” que uno sea o
llegue a ser.
-¿Qué
hay detrás de la necesidad de clasificar? ¿Qué consecuencias puede tener esa
fragmentación del estudio de la mente y la conducta?
Esa
pregunta, amigo mío, es fundamental. Se trata de imponer la “norma” luchando
contra ese enemigo mal dibujado que es la “anormalidad”. Si la “normalización” de
las mentes y las conductas se consigue a través de la medicación y del aumento
del lucro de la industria farmacéutica, sobornadora de los médicos, tanto
mejor. La internacionalización (bajo las categorías “norteamericanas”) de las
clasificaciones psiquiátricas es un instrumento imprescindible
de la
dominación de las subjetividades en un proyecto global. Sabrá usted que este
DSM-5 que se proclamó como “biblia de la psiquiatría” en San Francisco,
California, en mayo de este año, ha sido elaborado por la Asociación de los
Psiquiatras de los Estados Unidos través de un equipo de trabajo (task
force) donde la mayoría de los “expertos” reciben pagos, sueldos y prestaciones
de la industria farmacéutica (big pharma) y que la venta del “Manual
diagnóstico y estadístico” producirá millones de dólares para la Asociación en
concepto de regalías y derechos de traducción para que “todo el mundo” pueda
usar ese “manual” como texto de referencia para el diagnóstico, el tratamiento,
la asignación de recursos en hospitales, laboratorios, centros de investigación,
compañías de seguros de gastos médicos, clasificación de los delincuentes,
etc., en los términos y las categorías de su “glosario” y del sistema de
numeración manejable por computadoras. Sabrá usted también que ese “manual”
tiene diagnósticos para cada uno de los seres humanos que, de una u otra forma,
quedan incluidos en su sistema “taxonómico”… ¡lo único que no tiene es una
numeración aplicable a los usuarios del DSM-5!
-En
el libro se dice que clasificar es la llave maestra para (uni)formar a los
psiquiatras y estimular en ellos el sueño de explicar las dificultades de los
sujetos como efectos de factores “biológicos”. ¿De qué manera se uniforma a los
psiquiatras y con qué fines? ¿Y por qué se refiere a la posible explicación de
las dificultades de los sujetos como un sueño?
¾
Imagínese: que todos los psiquiatras de todos los países manejen un mismo
manual, apliquen las mismas definiciones, decidan el diagnóstico entregando
formularios que los sujetos deben “llenar” poniendo “palomitas” en los pequeños
cuadrados asignados para cada síntoma y que los califiquen como
“mucho-poquito-nada” o de 1 a 5 para reconocer la intensidad. Luego, con las
respuestas así escritas, “deducir” el tipo de medicamento a aplicar (según los
principales y más actualizados “instructores” que son los agentes de la
compañías farmacológicas) y la dosis para pedir al sujeto sufriente que regrese
después de x días para evaluar el efecto de la medicación y hacer cambios.
Es un
hecho que nadie puede predecir la respuesta de un paciente a una sustancia y
que todas ellas tienen efectos secundarios que hay que “corregir” con otros
medicamentos para evitar la somnolencia o el temblor o la intensificación de
las tendencias suicidas que pueden llevar al “pasaje al acto”. Hay quienes
señalan que las sustancias que más se prescriben, los “antidepresivos” llevan
ese nombre porque así se venden mejor pero si se los llamase, en cambio,
“antiafrodisiacos”, un nombre que les convendría tan bien o aun mejor que el
anterior, las ventas bajarían notablemente.
Si
hablo de un “sueño” es para referirme a la esperanza de que la comprensión de
los mecanismos neuronales o interneuronales del cerebro pueda explicar o
resolver los problemas existenciales que se plantean al ser humano que arrastra
su sufrimiento en todos los órdenes de la vida, dominado por una compulsión de
repetición que no puede refrenar. Ese desasosiego (para el que se prescriben
“ansiolíticos”) y esa falta de expectativas (que se trata con “antidepresivos”)
dependen de las relaciones entre el sujeto y quienes lo rodean. El problema no
está dentro del cerebro sino en el espacio que hay entre uno y otro, en el muy
frecuentemente negro escenario social y no en el escenario de la viscosa
sustancia gris o blanca. Nada de lo humano puede comprenderse fuera de la
interacción con el otro. Como decimos en la contraportada de Clasificar en
psiquiatría no cabe entender una polonesa de Chopin conociendo el ADN del
compositor, las manos de Rubinstein o desmenuzando la centellografía que nos
muestra las descargas cerebrales de las zonas estimuladas por la música en
quien la escucha. Pretender otra cosa es un “sueño guajiro”.
-Finalmente,
y partiendo de que no hay etiquetas válidas para clasificar las enfermedades
mentales, ¿cómo definiría usted la locura?
Veo
que se reservó para el final lo más difícil. Empecemos por lo ya dicho: la
locura no es una enfermedad y nadie ha sabido definir sus causas (a lo sumo se
llega a explicaciones plausibles pero discutibles) y mucho menos ha encontrado
su patología (histológica, química, genética) o alguna forma de anomalía
funcional (“fisiopatología” en el vocabulario de la medicina).
Entiendo
que la locura es un corte transitorio en la relación del sujeto con el otro y
que se llama locura a la separación, a la interrupción del vínculo social. En
ese sentido “el loco es el único hombre libre” pues se ha emancipado de la
exigencia de quedar anudado o enlazado en los lazos de la convención. Esa
separación no es nunca completa ni definitiva: el sujeto de la locura no pierde
nunca todas sus amarras con la realidad (que es la del Otro) y es
responsabilidad del tratante (psiquiatra o psicoanalista) el colocarse de su
lado, el ver las cosas desde su interior y no desde el exterior de las demandas
de la cultura, de la familia, del sistema político, del manual de diagnósticos
psiquiátricos, del conjunto de “normas” que corresponden a la vida de esa
abstracción que es el “hombre promedio” o “normal”. La locura es la imposibilidad
o el rechazo a vivir en el mundo de los otros y es también el clamor por ser
escuchado y entendido desde un lugar de singularidad. Es en ese camino de
escuchar y no de rechazar o de normalizar donde la psiquiatría no estandarizada
y el psicoanálisis pueden encontrarse
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