REFLEXIONES SOBRE EL PSICOANALISTA COMO CRÍTICO DE ARTE INTRODUCCIÓN A LA OBRA ESCULTÓRICA DE JAVIER MARÍN Léase con precaución

Por Néstor A. Braunstein
Me dispongo a escribir sobre la escultura de Javier Marín en mi condición de psicoanalista; por lo tanto, comienzo por confesar que no soy un crítico de arte aunque, en tanto que consumado espectador y expectante consumidor, pueda contarme como un "aficionado". En lengua foránea, aunque precisa, me designaré como amateur. Confieso también, de entrada, mi admiración por el artista y por su obra: prometo no ser objetivo aunque, eso sí, argumentar sobre mi posición subjetiva haciéndome responsable por ella.
El psicoanálisis no es un método ni una herramienta para la crítica de arte. Puede ayudar, desde una perspectiva propia, diferente a las demás, a observar las obras y enriquecer los comentarios o las hipótesis evitando juicios apresurados de parte de quien lo practica o, eventualmente, arriesgando conjeturas. Las conclusiones son y serán siempre relativas e inciertas. Jamás el analista pretenderá alcanzar "la verdad" de la obra de arte.


Sus "opiniones" no son refutables pero corren el riesgo de ser ridículas. ¿Con qué derecho se autoriza para emitir una palabra? La libertad de palabra, ofrecida a todos y cada uno, no basta. Tiene que ganársela.

La doctrina freudiana goza de un campo esencial de aplicación que es la realidad clínica, el padecimiento, de ciertos  no todos  los seres humanos que experimentan dificultades y sufren. Ese campo, como se ve, es bastante alejado y, en principio, tiene poca incumbencia en la valoración estética de productos artísticos.

En la práctica, el "doctor" aplica un método que consiste en la escucha del discurso del sujeto que demanda un análisis. Como las obras de arte no hablan y no piden entrevistarse con un analista, no pueden ser "psicoanalizadas". Tampoco sirve aplicar ese método a los creadores cuando se los juzga a partir, no de lo que dicen en sesiones de análisis, sino de sus producciones artísticas.

Quien se analiza, el analizante, es siempre un sujeto (nunca un objeto) y lo analizado es siempre un conjunto de enunciados, de frases dichas en el análisis. Nunca se interpreta a los objetos producidos por alguien aunque tengan una forma literaria y sean textos: poemas, novelas, anécdotas, autobiografías, expresiones habladas o escritas fuera del escenario de la sesión.

Menos aun cuadros, esculturas, sinfonías o películas.

Y menos todavía a los autores de esas obras.

El psicoanalista puede aventurarse a formular ideas sobre lo que siente o percibe en el contacto con esas obras llamadas "artísticas". Eso no lo distingue sino que lo iguala a cualquier otro espectador, amateur o no, que es capaz de formular juicios estéticos.

El analizado, en ese caso, es el psicoanalista mismo. A partir de lo que dice, habla y escribe. No se expone la obra de arte: quien se expone es el comentarista.

Sin embargo, algo queda: la experiencia clínica, el análisis del propio analista, el conocimiento de los procesos oníricos y las metamorfosis del material diurno que acaban en una configuración imaginaria y en un relato que llamamos "sueño" autorizan ciertas (e inciertas) tentativas para acercarse a los procesos de elaboración de las obras.

Hay un cierto parentesco entre la elaboración de un sueño, experiencia común a todos los humanos, y la elaboración de las obras de arte. Los procesos retóricos de la metáfora y la metonimia operan en ambos casos.

Dado ese partentesco, pueden surgir "interpretaciones" en el sentido más débil de esa palabra: "una" interpretación... entre muchas otras posibles. Cualquiera tiene el derecho de formularla, cualquiera puede impugnar su validez.

El resultado de esas intervenciones foráneas nunca está protegido o garantizado por el estatuto o los antecedentes del psicoanalista. Él no goza de ningún privilegio en el campo de la estética. Aunque, como cualquier otro, puede "perorar" (echar rollos, scrolls) según lo que sabe o cree entender.

También en eso se parece él a cualquier otro crítico, profesional o aficionado, reconocido o no, pues nadie, ni siquiera el más celebrado de los ensayistas podría moverse en un campo de verdades apodícticas. La interpretación y los comentarios se mueven en un plano; la verdad (si es que hay verdad en el arte) en otro.

La obra de arte es un objeto que se pro-pone a un espectador, que se hace pública. Todos (y nadie) son llamados a pronunciarse sobre ella. Todos (y cada uno) están habilitados para opinar sin permisos ni exclusiones a priori.

Es condenable (o al menos sospechoso) cualquier intento de hacer pasar un comentario o interpretación como "sustituto" de la obra, como "introducción" a ella o como "conclusión" de la misma. Los discursos se subordinan a la obra, árbitro y último referente de las interpretaciones. Nunca sucede al revés.

No hay metalenguaje del arte. La obra es soberana. Siempre estará en condiciones de decir algo distinto a alguien distinto. Las creaciones no cambian con el tiempo, los comentarios sí.

El esclavo de Miguel Ángel estará para siempre inconcluso: por eso está acabado. Jamás se librará de sus cadenas. Los críticos ven, cada uno, en cada siglo, algo diferente: nunca terminarán de arriesgar comentarios e interpretaciones.

Eso sí: la "riqueza" de una obra puede, entre otras cosas, juzgarse por la cantidad y la calidad de lo que se dice de ella. Por lo que mueve a hablar, por lo que evoca. Es posible presentir, aunque nunca con certeza, la relevancia o la intrascendencia de un producto artístico.

La variedad y la calidad de los discursos que suscita indican la repercusión de la obra. En cierto modo, el ojo crítico viene a decorarla y a rodearla de halos fantasmales. La envuelve con una pátina de palabras. O le presta un fundamento: en cierto sentido, comentarla es cimentarla.

Los comentarios no son superfluos. Si bien la obra puede prescindir de ellos no son necesarios, son contingentes ellos documentan la repercusión ejercida sobre alguien a quien la obra se propuso como "espectáculo", objeto a ser visto (oído, olido, gustado, tocado, etc.).

Esas reseñas no quedan aisladas. Se conectan entre sí y constituyen una trama de textos, un complejo meta-artístico, un aura o aureola. Crean un espacio de recepción y se incluyen también en un conjunto discursivo, en un mercado, en un establecimiento intelectual y académico definido aunque no originado en el siglo XIX, el de la crítica y la historia del arte: un mester y un menester universitario.

La historia del arte incluye un importante capítulo dedicado a la recepción de las obras. Allí caen y caben los comentarios, digresiones e interpretaciones de toda laya. La "elaboración secundaria".

Las apostillas producidas a partir de la obra no reflejan a la obra misma sino al tiempo, al Zeitgeist, de su composición. ¿La de la obra? No; la del comentario. ¿La del sueño? No; la de la vigilia que le sigue.

Útil o no, necesario o no, fecundo o estéril, ese "lecho de recepción" que acompaña a la obra se manifiesta por un lenguaje (muchas veces indigesto) que delimita y a veces ejerce coerción sobre lo que se dice y lo que no se dice del objeto artístico. Sobre la "apreciación", sobre la memoria que se guarda de una experiencia estética.

Si la obra de arte como el goce es lo que no "sirve" para nada, lo que no es "útil", su comentario y su crítica lo son menos... aun cuando se los repute de "interesantes". No falta, sin embargo, el caso en que es más memorable un comentario que la obra criticada. Se conservan agudezas de Baudelaire, Wilde o Bernard Shaw cuando ya casi nadie se acuerda de la obra misma, del objeto de sus juicios.

La producción del artista nace en un ambiente preñado de palabras: historia de la disciplina artística en cuestión, géneros y subgéneros, modos de distribución y difusión, escuelas y grupos, calificación de lo innovador y de lo conservador, evaluación de la "importancia" cuando no del precio mercantil, validación y valoración del producto, destino efímero o perdurabilidad del mismo.

La obra de arte se engendra en un lecho simbólico.

Así como hay un mercado de las obras, hay un mercado de las opiniones y de los rollos.

La recepción y el comentario sobreponen un revestimiento (una capa de pintura, un maquillaje) que muchas veces resulta difícil separar de la obra misma. A veces se incorporan a ella como una sofocante túnica de Neso de la que es imposible desprender al cuerpo aprisionado.

¿Quién sería capaz de ver el mingitorio de Duchamp (Source) de manera ingenua, sin el flush de las indigestas parrafadas que pasaron por él?

Es la necesaria maldición del arte por ser un producto de la cultura. No puede vivir aislado. Da que hablar. Es un tema: sujeto, sujet, subject.

El psicoanálisis, sumergido él mismo dentro de esa cultura, es muchas veces invocado o convocado para expresar su manera de recibir la obra e inseminar con su vocabulario al espacio de la crítica. Cuando no es el psicoanalista el que se ofrece para ejercer o ejercitar sus habilidades "de oficio". Grave (y cuestionable) sería que pretendiese hacerlo "por su oficio".

Nadie tiene menos subterfugios ni menos prerrogativas que el analista para las intervenciones indebidas, para la invasión de un territorio que no es el suyo. Nunca serán suficientes las precauciones que tome para no ser incluido en la legión de los que intentan imponer a la obra reglas y cánones, modos de "interpretación" que vulneran la íntima naturaleza de la obra. El privilegio de esa obra es ser anterior y exterior a los comentarios.

El psicoanalista, como crítico de arte, desde Freud en más, es siempre vergonzante.

Un modo de intervención particularmente frecuente y censurable es la búsqueda de claves sexuales y de alguna simbología "freudiana" supuestamente descubierta por presuntos detectives del inconsciente. El resultado no puede ser otro que la caricatura: caricatura de la obra, caricatura del psicoanalista y caricatura del psicoanálisis. Así aparece el psicoanálisis en el cine norteamericano de los años '50: el de Hitchcock es un flagrante ejemplo.

Freud siempre sostuvo la precedencia del poeta sobre el psicoanalista. En el objeto artístico el psicoanálisis se busca a sí mismo: no puede aterrizar sobre la obra para completarla o evidenciar algo que ella misma no dice. Los comentarios en general y los del analista en particular son la estela evanescente que sigue al motor de la creación.

Hay una suposición que enmarca la intervención del analista que se atreve a "opinar" (sin poder nunca ir más allá de eso: de la opinión, de la doxa, orto o hetero) sobre una producción artística. Se le supone habrá que confirmarlo en cada caso singular conocedor del horizonte social, cultural, político, económico, religioso, ideológico y académico así como la actualidad y el pasado del arte y los distintos lenguajes que integran ese colchón de recepción que antecede y continúa a la obra.

Se supone en él (o ella) la "cultura".

Su intervención no es, en tal caso, como psicoanalista sino como letrado, como versado en un cierto tipo de discursos y temáticas. No es su privilegio particular: es el de la mujer (o el hombre) supuestamente cultivado, connoisseur. ¿Pero quién podría validar (o invalidar) sus títulos? ¿Quién autoriza al que se autoriza a comentar?

El psicoanalista siempre deberá mostrar sus credenciales para juzgar. Nunca podrá refugiarse en un argumento de autoridad acerca de prácticas, teorías o conceptos que proceden de autores reconocidos de su propia disciplina. No valen el prestigio ni las citas ni las afirmaciones ni los artículos firmados por Freud, Lacan, Winnicott, etc.

El análisis discursivo de las obras que comenta deberá incluir siempre el discurso y el vocabulario con el cual hace el comentario. "¿Por qué yo, por qué yo ahora, por qué yo con estas palabras... me permito perpetrar digresiones o aseveraciones sobre obras que ni lo piden ni lo necesitan y maldito para lo que les pueden servir mis palabras?"

La crítica de los zapatos debe comenzar por la crítica de los zapateros, de su oficio y de sus hormas y formas de trabajar. La (auto)crítica debe hacerse desde un principio para no recibir un merecido "zapatero a tus...".

El trabajo del crítico, profesional de la especialidad o amateur, no puede consistir en ponerles betún o en reparar las suelas de los zapatos "de" van Gogh. No fue esa la misión de Heidegger, Shapiro, Derrida o Kimball, portavoz de los críticos conservadores en el siglo XXI. Mal que le pese al último, todos esos autores arrojan una luz nueva sobre ese calzado tan celebrado, tan pisoteado y maltratado.

Oscuros zapatos que parecen invitaciones a "meter la pata" en ellos.

La opinión del psicoanalista vale como la de cualquier espectador pero no es la de cualquiera. No puede librarse de estar marcada por su experiencia del análisis. Por estar formado en los vericuetos del freudismo, no disfruta de especiales prerrogativas... pero tampoco se justifica censurar esa aproximación a la obra, la analítica, que es el ensayo de un zapatero que se ocupa de sus zapatos pero también observa cómo, con otros zapatos, caminan los demás.

¿Quiénes son los demás? El filósofo, el historiador del arte, el crítico desconstruccionista, el ideólogo pragmatista, el tasador mercantil, el marchand que también dealer llaman el "simple" espectador.

"Psicoanalista, a tu inconsciente". Que los demás se ocupen de lo suyo.

Es que el psicoanalista, cuando se decide a opinar en materia de arte, tiene que afrontar las críticas que él y otros harían a su empeño, anticipar los prejuicios desde los cuales se le podría leer, impugnar la propia arrogancia y la que cabría atribuirle. La modestia es, en su caso, una imposición deontológica, la condición de posibilidad de cualquier enunciado crítico.

El analista que se ocupa de cuestiones estéticas tiene no puede no tener un cierto "credo estético" desde el cual estudia las obras. Como cualquier otro observador. Es necesario que cada uno esté advertido del suyo y de la relatividad del mismo. Tal es la única ventaja que podría reclamar para sí el psicoanalista: estar al tanto y ser un experto en la precariedad de sus juicios.

Críticos de arte, sociólogos, filósofos, politólogos de izquierda y derecha, psicoanalistas, antropólogos, historiadores, feministas, practicantes de la misma o de otras disciplinas, etc., etc., han formado legiones y hasta ejércitos enteros (escuelas) de comentaristas de las obras de arte.

Toda clase de cosas inteligentes, toda clase de sandeces, han sido proferidas y ofrecidas a la opinión ilustrada. ¿Quién se atrevería a recopilar una antología de las aportaciones y de las tonterías? ¿Quién establecería una frontera definida entre unas y otras?

No obstante, a través de todas ellas, los zapatos, sin desgastarse, indiferentes a la cháchara que los rodea, continúan su camino desde hace más de 120 años. Y seguirán andando, sin salir de su lienzo inmóvil, cuando todas las opiniones y especulaciones hayan sido olvidadas.

La literatura de la crítica es inabarcable: desde las más modestas presentaciones encomiosas de exposiciones individuales a las reseñas periodísticas, a las introducciones de catálogos y de museos, a las monografías sobre autores, escuelas, períodos, géneros, parece que toda obra puede aprovechar de alguna clase de exégesis supuestamente orientadora del espectador.

Cabe suponer que, si tanto se escribe, debe haber un público lector. ¿Es eso cierto o es que la escritura forma parte de un género publicitario que no podría ofrecer fotos y copias de las imágenes sin algún texto que sirva como pie de página... aunque pocos o nadie se tomen el trabajo de leerlo?

¿O es el comentario una linterna que brilla en la oscuridad de las galerías y museos de modo que, sin él, la obra permanecería en penumbras y sería afásica para el asistente?

Hemos aludido a un "credo estético", un conjunto de proposiciones que es un concentrado compacto del idioma que se hablará, ese idioma en el cual el crítico y el amateur esperan ser comprendidos. Es común que no se lo exponga y que el lector tenga que deducirlo de las afirmaciones del comentarista sobre las obras y los autores.

Ese "credo" no es el del psicoanálisis... que no tiene ninguno en tanto que disciplina o a modo de catecismo. Es el de "este" psicoanalista; cada uno que se atreve a firmar con su nombre y apellido.

¿Se servirá el crítico de una obra o autor en particular como argumento favorable para avalar o reforzar sus predilecciones estéticas? ¡No! El crítico (o el "espectador reflexivo"  es lo mismo) podrá ejercitar su "credo" en el estudio de uno y de cien artistas. Nunca lo validará jugando la carta forzada de sus prejuicios, sus "creencias". Mucho menos la de su "experiencia" en la clínica, en la ciencia, en la academia o en la literatura. Tampoco los premios, nobeles o innobeles, que haya recibido.

Un crítico sería capaz, en ciertos casos, de modificar la mirada o de agregar una nueva perspectiva para el juicio acerca de una obra, mostrar detalles que pasan inadvertidos para el ojo o el oído del espectador profano. (Cf. tres ejemplos entre miles, Daniel Arasse, Le détail o Thomas Mann: la fuga en Beethoven, en Doktor Faustus, George Steiner comentando las traducciones de Antígona).

Esta misión, la de inducir pensamientos no pensados, la de destacar detalles no reseñados, la de habilitar nuevas perspectivas sobre la obra ya vista, debería ser la máxima (y la mínima) aspiración del crítico o del amateur al inclinarse sobre las figuraciones antropoides de Javier Marín, al aproximarse a sus cuerpos de barro y bronce.

Hay un observador de la obra a quien se le podría atribuir una autoridad singular, una capacidad excepcional para la observación y el juicio, un conocedor privilegiado de la génesis del producto artístico que estaría más allá de cualquier impugnación: el artista mismo. ¿Quién si no él podría hablar de la "verdad" de la obra?

El suyo es (o sería) un punto de vista inaccesible a cualquier otro, superior por conocer las intenciones, los medios y los fines de la obra, por llevar una bitácora (escrita o tácita) del proceso de producción y de las demandas expresivas internas y foráneas a las cuales responde el objeto.

El artífice conocería como nadie las metáforas interpretativas y el camino que va desde los antecedentes personales, ideológicos e históricos al producto terminado. Conoce al vástago "como si lo hubiese parido".

Sus proclamas, sus diarios íntimos, su correspondencia con el hermano (p. ej., Theo o Jorge), con los colegas, con los marchands o con los amigos y críticos serían el depósito de un saber que estaría más allá de cualquier impugnación. En las declaraciones del artista podría leerse la verdad de la obra, esa "verdad en pintura" que Cézanne nos debe y a veces nos muestra como ramas de pino apuntando a la tierra.

¿Es verdaderamente así? En este punto, aquí sí, el psicoanalista podría intervenir y corregir: "Así sería, nadie sabría más que el artista... si la conciencia del creador fuese soberana, si no existiese el inconsciente: esa "otra" verdad que el yo desconoce, disimula, disfraza. desmiente, reprime y esconde, no tanto del espectador como de sí mismo".

El "yo" del artista es tan sospechoso como cualquier otro.

Es por ello que el artista debe mantener los oídos abiertos a las lecturas que su obra recibe pues bien pudiera suceder (y con frecuencia sucede) que en su creación intervienen actores que provienen del pasado, de la realidad histórica en la que está inmerso, de las fantasías referidas a un futuro que todavía no existe pero cuya sombra planea sobre su trabajo.

Javier Marín, inventor de cuerpos despedazados

"Rodin developed his memory into a resource that is at once reliable and always ready. During the sitting his eye sees far more than he can record at the time. He forgets none of it, and often the real work begins, drawn from the rich store of his memory, only after the model has left." - Rainer Maria Rilke

"Para mí, hacer escultura es autoanálisis" - Javier Marín

"Necesito trabajar solo; cuando me doy cuenta, ya terminé una escultura y nada más queda el recuerdo de que algo pasó, como en un sueño. Todas ellas son autorretratos puestos en cajas muy bonitas, son quinientos mil (javiermarines) que hay dentro de mí, que se escapan y se esconden en cada escultura que realizo". Javier Marín



¿A qué viene todo esto? ¿Para qué tantos "miramientos" antes de discurrir sobre la obra de un escultor en particular, un particular escultor: Javier Marín?

Ni las opiniones del artista ni el credo del crítico o del comentarista permiten acceder al secreto o el misterio de las obras. Tampoco las obras sirven para "comprobar" ninguna teoría. Nunca jamás. Puede que haya, en el mejor de los casos, una incierta armonía entre las esculturas marinianas y algo, más o menos verosímil, más o menos documentado, que se dice de su creador. Entre sus declaraciones a quienes lo entrevistaron, sus recuerdos de episodios vividos y los productos que surgieron de sus manos e imaginación.

Me consta que a Javier Marín le divierte escuchar a los entusiastas de sus obras, esos que además conocen de historia del arte, discutiendo sobre su posición entre las diversas escuelas o tendencias, los "ismos" de los siglos pasados y el presente.

Tiene razón al sonreír frente a las opiniones de los "expertos". No solo él: cada creador auténtico inventa el mundo a su modo, sin imitar a sus colegas y coetáneos: su ser como persona y como artista es singular. Su arte expresa una visión hecha de sueños, fantasías, recuerdos de su vida y de obras ajenas, estudios, maestros, impulsos sugeridos por los materiales que maneja.

¿La inspiración?: "¿Y qué tal si hago esto?" "¿Y por qué no haría estotro?".

¿El método?:  "Que la inspiración decida".

Cada artista goza (sufre) a su manera. También el crítico escribiendo sus laboriosos ensayos.

Desde una definida postura teórica ante el arte se podrá estudiar al artista, su obra, el contexto de su producción. ¿Servirá esa obra para avalar o reforzar las posiciones adoptadas por el crítico "psicoanalista" en este caso un nombre que equivale al de "zapatero" (todos recordamos la sentencia de Apeles) y permite enviarlo a sus calzados?

En la fácil (pero no siempre clara) distinción entre lo figurativo y lo abstracto puede decirse que Javier Marín ha optado por la escultura figurativa. En la fácil (pero no siempre clara) distinción entre lo naturalista, lo impresionista y lo expresionista puede decirse que la suya es, para decirlo con una breve formulación, escultura expresionista. Mejor, para ubicarlo en su tiempo: neoexpresionista.

Neoexpresionista y neofigurativo. Quizás habría que buscar las correspondencias estéticas, no tanto en Nueva York, como se tiende a hacerlo, sino en la Alemania posterior a los años '50. La pintura de Baselitz e Immendorf, el cine de Fassbinder, la Trümmerliteratur (de los escombros) y las novelas de Böll, Grass y Christa Wolf tienen mayor afinidad con sus esculturas que las estatuas de Henry Moore o las pinturas de Rothko o Newman.

Excepción podría hacerse con una cierta mirada sobre el cuerpo humano, análoga a la de Javier Marín: la de W. de Kooning, el holandés que dejó los Países Bajos.

"Neoexpresionismo" es el rótulo que me siento tentado a pronunciar para referirme a un conjunto de manifestaciones artísticas que es más fácil de definir por aquello de lo que se distinguen que por aquello que las agrupa. Las contrapartes, las tendencias diferentes del neoexpresionismo, aquellas con las cuales no se le podría confundir, son: el arte abstracto, el arte conceptual, el minimalismo y la figuración neoclásica.

Muchas veces oí hablar del neoclasicismo de Javier Marín. No podría concordar con esas voces pues su obra es, más bien, un ataque explícito al clasicismo. ¿Una alusión? Sí; una alusión disolvente. Obviamente para disolver, para ser, anti- algo es necesario reconocer ese algo al que se impugna y se invierte poniéndolo "de cabeza", como dice el título de una de las obras del escultor.

Ya lo propuse en un ensayo previo ("Los ángeles ausentes de Javier Marín"): el paradigma conceptual de estas esculturas debe buscarse en la acuarela del Angelus Novus de Paul Klee tal como se revela en la iluminadora lectura que hace Walter Benjamin. Mirar sin ignorancia y también sin espanto al pasado para arriesgarse de manera temeraria a entrar en el futuro.

Pergeñar alas sin ángeles y hombres que parecen ángeles sin alas para mostrar lo incompleto de unos y otros.

En la fácil tarea de reconocer imágenes puede decirse que la figura humana es el objeto privilegiado y casi único de su obra plástica y que somete a los rostros y los cuerpos a un tratamiento rudo, ajeno a la convención y a la compasión.

Despedaza, desintegra, descuartiza, muestra la general fragmentación de cuerpos y almas y llama así a la recomposición, a la restauradora actividad de un arte que, mostrando la realidad, impulsa a transformarla.

¿Qué entendemos como neoexpresionismo mariniano? Asumiendo la relatividad de las denominaciones de escuelas y tendencias digamos que lo "expresionista" es, en toda obra, la de Marín o la de cualquier otro, la presencia manifiesta de la subjetividad gozante (sufriente) del artista.

Una distorsión de la realidad, como el sueño que surge también cuando los ojos se cierran. Apertura a otra realidad, irreconocible. Otra escena, no la del mundo compartido.

La falta y la incompletud son, en su obra, los elementos creativos que trascienden a la naturalidad fotográfica de la representación.

Las esculturas, los mudos cuerpos de Marín, hablan y muchas veces gritan; piden que se les escuche, que cada espectador sea un crítico y un traductor del impacto de la verdad que esos "cuerpos" revelan, su verdad. En los dos sentidos de "su": la del cuerpo y la del artífice.

Javier Marín "transfigura" la carne de los cuerpos que él imagina (el modelo está ausente) en esculturas. El espectador es conjurado para que "traduzca" esos cuerpos maltrechos en discurso, agregando un plus de palabras al impacto causado por la obra.

En sus esculturas, la sustancia terrenal: el bronce, el barro, la artificiosa resina y hasta el humilde amaranto se hacen elocuentes al pasar a través del ojo de la aguja pupilar del mirón. Los objetos humanoides, modelados por la memoria y la imaginación, son racimos, colmenas, tropeles de signos en busca de sentido.

Zeichen sind wir, deutunglos. "Signos somos, carentes de sentido". (Hölderlin). Somos nosotros (wir) los conminados a producir sentido(s). A partir de la mutilación. En la imposible tarea de colmar lo que por siempre falta.

Hay un doble movimiento: Marín, como creador, transforma lo inteligible (la idea) en sensible (obra de arte). El público, como espectador, recorre el camino en sentido inverso, pasa de la obra a la idea, de lo sensible a lo inteligible. O a lo intraducible e inefable del traumatismo.

Sus obras son claramente sexuadas. La ambigüedad es excepcional. Los títulos más frecuentes indican la sexuación de las figuras. Raramente se economizan los detalles anatómicos; todo lo contrario: se realzan penes y mamas y formas de las pelvis y rasgos de los rostros. Todos los llamados "caracteres sexuales primarios y secundarios" que se exhiben en las láminas de los tratados de anatomía.

Mujeres embarazadas, guerreros y venus, manotas y manitas, hermes a veces y afroditas otras; nunca hermafroditas. Que no quepan dudas.

Antes con el dúctil barro, hoy con el rígido bronce y las maleables resinas, las figuras "autorretratos de quinientos mil javiermarines" son seres sin sospechas, aunque se muestren lastimados e incompletos. Los frecuentes títulos o nombres de "mujer" y "hombre" no tienen nada que aclarar: son redundantes. La designación "sin título" es más exacta.

Nunca son, sin embargo, figuraciones ideales o idealizadas de la sexualidad. La expresión artística desconstruye los arquetipos de lo masculino y lo femenino. La sensualidad es desterrada y el erotismo es contrarrestado por la fuerza destructora de la pasión, pasión por la verdad, enemiga de las intrigas y de las trampas de la convención.

El clasicismo idealiza. El expresionismo, anterior en la historia del arte a toda escuela, disuelve los ideales y denuncia su inconsistencia.

¿Por qué las figuras más conocidas y admiradas de la antigüedad clásica son las que han llegado incompletas a nosotros? Victoria de Samotracia, Venus de Milo, torso del Apolo de Belvedere, Apolo del templo de Zeus en Olimpia, para recordar sus nombres célebres y sus imágenes de todos conocidas.

¿Por qué esa fascinación de los expertos, no de los turistas, que los lleva a preferir la Piedad Rondanini a la Piedad Vaticana? ¿O a los esclavos encadenados que parecen entrar confusamente en el mármol por sobre el David que salió de él?

¿Por qué el caminante de Rodin, sin cabeza ni brazos, la pierna descarnada de Giacometti, las incontables cabezas de San Juan, Holofernes y Goliat? ¿Por qué los pies y los corazones en platones de Javier Marín?

¿Por qué las cascadas de cuerpos mal ensamblados de nuestro escultor, los órganos y entrañas de los sacrificados, las reliquias de los santos, los objetos parciales descoyuntados, la fascinación por los muñones, por el hueco de las esculturas vaciadas de su "carne" visceral?

Es que todos y cada uno siente (y goza) de esa incompletud. Podría uno incluso arriesgarse a decir, sin alejarse de Freud, que el trabajo de la cultura es un intento de disfrazar el hecho fundamental de que somos seres incompletos, anticipos de la disolución que nos espera.

Contemplando estas figuras celebérrimas de la antigüedad nos encontramos a nosotros mismos. Por nuestra propia falta nos identificamos con el horror de la amputación que es nuestro pasado, hace nuestro presente y anticipa el ser futuro.

La respuesta a la fragmentación es instintiva o lo parece. Se extrañan la "buena forma" encomiada por la Gestaltpsychologie y la imagen integrada del self como surge de la unificación que concede el espejo al infante de Lacan. ¡Bienaventurados los cuerpos unos y enteros!

Sin esa suturación de las faltas el sujeto se escinde y regresa al mundo terrorífico del desamparo, al grito desesperado ante la Cosa sin nombre, cuando ningún prójimo es auxiliador.

¿Cuáles son los atributos de los escultores de formas mutiladas? ¿Quién podría brindarnos una respuesta si no el poeta que comprende la ética que se desprende de los restos de la estatua del Apolo de Belvedere y dedica en 1908 el soneto a su gran Amigo, el Escultor? Oigamos, oigamos al poeta en una traducción más o menos libre:



TORSO ARCAICO DE APOLO (R. M. Rilke)

Nunca hemos conocido su inaudita cabeza

en donde maduraban los globos de sus ojos.

Mas su torso aun brilla, como un candelabro

en el que su visión, aunque menguada,



se detiene y reluce. Si no, ni el relieve del pecho

que así te ciega ni la suave curva de sus caderas

deslizaría una sonrisa hacia el entronque del

medio, donde residía el poder de procrear.



Si no siguiese en pie esta piedra, breve y contrahecha

bajo el transparente desplomarse de los hombros

y si no destellase como la piel de los predadores;



tampoco irrumpiría penetrando por sus cortes

como una estrella, pues no hay en ella un lugar

desde no te mire. Debes transformar tu vida.



Así es. Las ruinas de una memoria irrecuperable, las de todos nosotros, son como ese torso de Apolo y como los múltiples torsos de Marín: incitaciones a figurar lo que falta sabiendo que la estatua seguirá mostrando la fea belleza de sus bordes tallados en la rota piedra, de los múltiples trazos caligráficos que la historia ha inscripto en ella como letras, flechas y marcas de la acción del artista, onomatopeyas del martillo en la piedra, de la uña en el barro, del canal por donde se escurrió la cera perdida.

Los trazos de la ausencia. Los destrozos de la presencia.

Destrucción de la idealidad formal que en psicoanálisis tiene un nombre específico: castración. Porque esa idealidad formal es la del falo que se tiene (masculino) o que se es (femenino). Y en los dos casos sobre el fondo de interrogación: ¿lo tengo? ¿lo soy?

Referencia a ese pedazo de carne que falta en tantas esculturas del pasado, tanto en Oriente como en Occidente o en Mesoamérica, ese cacho con el cual los otros trece pedazos de Osiris podrían llegar a completar un cuerpo divino.

Figuras de hombres y de mujeres, sí, pero lacerados, tallados, heridos, cicatrizados, agujereados, despedazados y recompuestos, exhibiendo sus mataduras. Figuras mortificadas que no esperan la resurrección de los cuerpos.

Los artificios escultóricos son, en Javier Marín como en los otros casos mencionados, memoriales de la agresión y la violencia. Eros desbastado por Tánatos. Ejemplos sublimes de erotanatismo.

Raramente, excepcionalmente, se puede aplicar a sus esculturas el adjetivo más preciado aunque no el más valioso en la historia del arte: "bellas".

¿Y el saldo? Es la obra de la verdad, el objeto real llamado a la vida del pensamiento y la vida de ese objeto continuada en la vida del espectador que es "alterada" por el contacto con la obra de arte. Por el pasaje a otro mundo de raras ideas y formas inéditas.

Por el imprevisible inconsciente, cincelado a golpes de síntomas y sueños y equivocaciones.

La obra de arte es verdadera cuando "hace otros" (alter) al artista y a su público. Du musst dein Leben ändern. Con ese mandato termina el soneto de Rilke. Obviamente, no todo lo que se presenta como "artístico" alcanza su objetivo de (con)mover alterando al espectador.

Cuando eso sucede estamos ante un "acontecimiento". Los tan debatidos "pares de zapatos" de van Gogh (nunca sabremos si eran los suyos), en sus tantas versiones, brillan más que el charol. Caminan en ese otro mundo; empujan a cambiar la vida.

El expresionismo es, en la obra, la endoscopía de sus fantasmas que el artista proyecta sobre la materia. Marín ha dicho que él dialoga con sus esculturas de barro o bronce, les pregunta por qué y cómo han alcanzado "su" forma. ¿La de él?

La obra crea una distancia entre la representación hecha objeto (cuadro, escultura, sonata) y la cosa figurada por los sentidos. El arte es una intrusión del lenguaje en la percepción de lo visible. En otras palabras: una "desnaturalización" de la cosa. Zapatos que no caminan pero ponen en marcha a la fantasía. Y a los críticos: Heidegger, Shapiro, Derrida, Kimball, etc.

En 1726 el obispo Butler decía: "Todo es lo que es y no otra cosa". La crítica conservadora en arte toma ese lema como un absoluto. "Hay que ver lo que es". Nosotros, impregnados por el arte, decimos: "En todo lo visible se muestra otra cosa, algo distinto de lo que es y se ve." Ese "algo más" es el componente expresionista. Revelar esa "otra cosa", a veces bella, a veces horrenda, siempre inquietante, es la gracia del arte.

Un segundo inspirador de esa crítica conservadora, conservadora porque es partidaria de la "naturalidad" de la representación, dice: "En cuanto a la historia del arte, en el principio fue el ojo, no la palabra" (Otto Pächt, 1986).

Nosotros decimos: ¿Qué es el ojo en la historia del arte sino un órgano habitado por la palabra que introduce la proporción y la perspectiva en sus innumerables formas históricas, orientales y occidentales, primitivas, clásicas y posmodernas?

Si por el ojo fuera, el halcón sería el mayor de los artistas.

Y también decimos: la misión del artista no es mostrar lo que hay sino hacer visible lo que no hay (dejemos que Paul Klee nos instruya). Inventar y conquistar otros mundos para la experiencia humana. Percibir y mostrar lo que nadie vio.

El ingrediente expresionista es lo que puede, lo que debe lo que uno busca ver aparecer en una obra de arte; lo que la constituye como tal: la elección del tema, el encuadre, la composición poética, musical, plástica, fotográfica. La desfiguración y la distorsión impuestas a la percepción. La arti-ficialidad.

El expresionismo es el núcleo de la obra, el testigo de la acción del artista, de su peculiar manera de transmitir un mundo meta-físico, más allá de lo visible. No mostrar cómo se ven las uvas sino pintar el velo que las oculta a la mirada de los pájaros. El velo que hace soñar a los hombres. No las cosas que se ven sino las ocultas relaciones entre las cosas.

O la no relación: entre la mujer y el hombre; entre la visión y la mirada; entre el deseo y la fantasía; entre la palabra y la cosa; entre el sueño y la realidad; entre la tierra que da el barro y el cielo donde mora la luz. Cuando los ojos ven lo mismo o casi lo mismo, la mirada del artista capta y plasma una diferencia.

Fieles a San Juan decimos: "En el principio fue el verbo"... y lo corregimos por vocación de infidelidad: "En el principio fue el goce... inconcebible sin el verbo".

¿Quién ha visto un gato fascinado por el espectáculo de una puesta de sol o por el cuadro o la fotografía que la representa? Y no es porque los felinos tengan "ojos para no ver" según esa maldita y benemérita prerrogativa de los humanos. Gozar de lo que el ojo contempla, así en la tierra como en el cielo, así en la naturaleza como en el arte, es el privilegio del ser que habla.

La percepción humana, impregnada por el lenguaje, desnaturaliza, contranaturaliza.

¿Cómo no ver la relación entre los cuerpos mortificados de las esculturas de Javier Marín y las fotografías de los campos de concentración o las noticias cotidianas de nuestro México?

¿Cómo ocultar la historia, la trágica historia de nuestro siglo que subyace a modo de alusión En blanco, esa célebre cascada de cuerpos de resina que Javier Marín instaló en una iglesia de Lituania?

La palabra "cirujano" deriva del griego keiros que pasa al latín como manus, mano. Marín es un cirujano y cumple como tal ese doble oficio manual, corta, separa, quita, y luego sutura, recompone, cura y deja costuras en el sitio por el que intervino. Por ser artista y no médico se despreocupa de disimular las huellas de la operación. Tiene el singular cuidado de la desprolijidad. Cirugía, sí, pero no plástica.

No la prosopoplastia embellecedora que idealiza el rostro ni la prosopagnosia adormecedora que lo ignora y lo hace anónimo. En su lugar, la prosopoclastia devastadora que arroja cáusticos fluidos sobre su presunta compostura. Prosopon es el rostro.

Por eso los cuerpos de Marín no son figuras. Ellos hablan, cuentan lo que les pasó, lo que les hicieron. No son objetos, son testigos y delatores.

Es lo siniestro, lo monstruoso: la encarnación de la fotografía que aparece cada día en los periódicos, incluso a pesar de la contención que se recomienda y que a menudo llega a ser censura. La prohibición de la representación, pero no en el sentido mosaico: poner frenos a lo que se ve (lo que se deja que el público vea) es "lo que debe ser" en la perspectiva del poder.

Uno querría que las cascadas de cuerpos de las obras de Marín no fuesen ni un comentario del holocausto ni el fiel reflejo de las masacres cotidianas en nuestro país. Que no fuesen sino meras invenciones de una mente afiebrada.

No la historia, la noticia, la amenaza, la masacre, el desastre.

Lo ominoso del mundo como voluntad y representación.

¿Es eso lo que Javier Marín ha "querido" representar? No lo sabemos y hasta nos parece dudoso. Que el posible exceso interpretante quede en la cuenta del crítico, del espectador.



¿Un escultor expresionista?

No se pintan ni esculpen los cuerpos... sino la relación entre esos cuerpos y los nuestros. El espanto llama al expresionismo: somos los descuartizados testigos de la violencia. Las esculturas son traducciones de una realidad atroz que busca refugio en la belleza.

Revisando la historia del arte de la escultura uno puede sorprenderse. ¡Cuánto hay de expresionista, en ese sentido general del "componente subjetivo", en las esculturas helenas desde la cicládica en adelante pero qué pocos son los escultores, qué pocas las obras, que pueden adscribirse a un movimiento "expresionista" como el que "nació" a fines del siglo XIX!

¡Qué diferencia con la literatura, la pintura, la música y el cine donde los nombres y las obras "expresionistas" de esas décadas brotan en la memoria y acabamos inundados por torrentes de ejemplos y referencias!

Hay que insistir en aclarar lo que se entiende (o entendemos) por "expresionismo". La epifanía de lo subjetivo en el arte, la superación del naturalismo "objetivo". Ese expresionismo que no es una novedad del siglo XX teutón sino una constante cuya presencia se puede mostrar en todas las épocas y culturas, desde Lascaux y Altamira hasta hoy... y seguro que mañana también.

Habría que mostrar ejemplos, aun si la técnica para hacerlo me es ignota. Habría que reproducir de Tilman Riemenschneider el San Jerónimo con el León, 1490-1495 que se deja admirar en el Cleveland Museum of Art. O la Magdalena en terracota que salió de las manos de Niccolò dell’Arca en 1464. y está allí, en Santa Maria de la Vita. O la otra, la de Donatello, en madera (1453-1455) María Magdalena, en el Museo dell'Opera del Duomo, Florencia.

¿Qué más antes, antes de Javier Marín, qué era la escultura expresionista?

El expresionismo se revela en el impulso fantástico que ha llevado a la invención de todas las cosmogonías, sistemas religiosos y filosóficos, al cálculo de los fenómenos naturales, a la inscripción de las marcas del deseo en la tierra, a la voraz pasión por todo lo siniestro y antinatural que es la "expresión" más clara de esa naturaleza violentadora de la naturaleza que es la naturaleza humana.

El expresionismo es ver (exhibir) la acción disolvente de la muerte en la vida, la subsistencia de la vida en lo muerto, advertir la continuidad de la vidamuerte, impugnar esa cómoda oposición entre manifestaciones continuas y contiguas.

El expresionismo fue siempre y es también hoy el incalculable matrimonio de la realidad y la imaginación en la (de)mostración del mundo en que vivimos: esa variable mezcla de Paraíso, Purgatorio e Infierno que se llama Historia y se redacta pegoteando memorias y documentos.

Es la lucha de dos fuerzas portentosas: Eros y Tanatos con sus expresiones estéticas: erotismo y tanatismo. Apolíneo y dionisíaco. Siempre fusionados en proporciones variables: erotanatismo... a reconocer en cada manifestación artística.

Construcción y destrucción. Desconstrucción de los modos establecidos de ver y pensar.

Si nos proponemos ser estrictos, sin embargo, por afán taxonómico y periodizador, admitiendo lo elástico de esa estrictez, cabe limitar el expresionismo a una escuela del arte occidental que comienza, quizás, dicen, con las pinturas de Munch... o con una anciana esculpida por Rodin en 1884. Y consideran como "precursoras" a ciertas esculturas de Miguel Ángel o pinturas de Grünewald, Chardin y Goya.

No es casual la coincidencia histórica y geográfica entre el movimiento expresionista y los orígenes del psicoanálisis, el descubrimiento del inconsciente en los años heroicos de Freud que van de 1893 a 1910.

Dentro de la relatividad de los juicios sobre la historia del arte y sus escuelas y por esfuerzo de síntesis hay que destacar como "específicos" del expresionismo el privilegio dado a la subjetividad, el rechazo del naturalismo y la ornamentación, la descarga pulsional no sólo en la forma sino en el gesto de la acción del artista, la libertad para el ejercicio de la violencia en el color y en la descomposición material y formal de los objetos.

Y el abandono de la tonalidad en la música.

El expresionismo es análisis hasta los más ínfimos elementos, siembra de la semilla de la desconfianza en cualquier realidad que se pretenda una y única. Demostración de lo otro escondido tras la máscara de las apariencias. Denuncia de lo unheimlich que se manifiesta en lo familiar.

Es menester del crítico deslindar el componente expresionista en todos los movimientos de las vanguardias estéticas del siglo XX. Sin excepción.

¿El expresionismo? La disonancia, la acentuación de los contrastes, la distorsión y el desafío a las convenciones, al pudor, al "buen gusto", a los sosegados hábitos de la burguesía.

No se equivocaron los capitostes nazifascistas cuando organizaron la exposición del arte degenerada donde todas las formas del expresionismo fueron reunidas bajo una sola (des)calificación, bajo ese único lema, sustantivo y epíteto a la vez: la degeneración.

¿Arte no degenerada? Según ellos, la grecorromana. O, paradójicamente, el realismo socialista. La obediencia a consignas estéticas colectivas; la desconfianza y el desprecio por lo singular, lo anormal, lo anómico.

Si el arte podía justificarse como búsqueda de representaciones placenteras surge con el expresionismo un movimiento de sentido contrario. No solo en los medios está presente la pro-vocación: es también la meta, el fin buscado por el artista. Aun cuando pretenda negarlo, especialmente si pretende negarlo.

En la obra de Javier Marín constatamos ese énfasis que destaca el gesto del artista en detrimento de la presunta naturalidad de la representación. El contenido no es independiente: está en la forma y en la composición. En las inestables composiciones desequilibradas que pueden terminar "De cabeza" o sostenidas por complicadas armazones de madera, alambre y fierro.

Un limón a medio pelar en una naturaleza muerta holandesa es tan expresionista como el rostro de un Cristo agonizante en la cruz. O el derrame incontinente de pintura sobre un lienzo tirado en el suelo por Jackson Pollock en eso que con plena fortuna se llama "expresionismo abstracto".

Sin embargo, hay que destacar la agenda oculta: la presencia de la muerte como trasfondo en toda manifestación artística: la representación al igual que la palabra es la muerte de la cosa; una sustitución, un ersatz de lo viviente.

Viendo la obra de Marín nos colocamos junto a Paz (Octavio): "¿Una estética que renuncia a la reflexión, un arte acéfalo? Más bien una estética inclinada sobre los horrores y las maravillas de la sucesión, un arte fascinado por la renovada aparición del signo de la muerte en toda forma viviente". Ya le dimos un nombre: erotanatismo.

Escasos son los antecedentes del expresionismo en escultura, empezando por no todo Rodin (su Balzac, sí, y los burgueses de Calais, también las puertas del infierno; puede que no mucho más). En esas puertas dantescas encontramos a la vez, y no solo por el título, la presencia que todas las artes manifiestan y niegan: la de la muerte.

En efecto, vemos, leemos en las puertas del infierno una "expresión" (una frase a modo de título) que es al mismo tiempo primera y cimera: Celle qui fût la Belle Heaulmière. "La que fue... la que fue bella... la que fue la bella mujer... la que fue la bella mujer del hacedor de yelmos". Las bellas de hoy sabrán leer, tallado en bronce, lo que ya saben, la anticipación del futuro: el de ellas y el de todas las bellas.

¿Quién es "la bella yelmera"? Una creación poética del siglo XV, una oda de siniestra belleza salida del genio de François Villon, tomada como modelo más de 400 años después por Rodin que sigue plásticamente, "al pie de la letra", las palabras del poeta.

Rodin, el primero, aunque, como ya vimos, no sin antecedentes. Luego sobrevino la explosión del expresionismo: varios escultores alemanes, más por coincidencia cronológica con los pintores que por su obra misma: Barlach, Lehnbruck, Kollwitz (demasiado estilizados, a mi gusto, para llamarse "expresionistas") algo de Heckel y unas cuantas maderas "primitivas" de Kirchner.

Picasso (¡cuándo no!) y Brancusi, algunas que otra vez. Marino Marini con sus infinitos caballos de fuerza y también las menguadas carnes de Giacometti...

... hasta que llegó Javier Marín y retomó, quizás sin proponérselo, el expresionismo primigenio, espontáneo, de la cerámica mexicana y precortesiana.



LA CONTINUACIÓN DE ESTE ARTÍCULO, ESPECÍFICAMENTE REFERIDA A LA OBRA DE JAVIER MARÍN, FUE PUBLICADA EN LA REVISTA DE LA UNAM DE JUNIO DE 2012 Y PUEDE CONSULTARSE EN EL BLOG:

www.nestorbraunstein.com

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