Por Cristina Jarque
Quiero iniciar esta escritura con la observación que hace Freud sobre su paciente "El hombre de las ratas". Freud observó algo en el paciente obsesivo más célebre del psicoanálisis, que le llamó poderosamente la atención, eso que Freud llamó una "expresión del rostro de muy rara composición". En las obras completas Tomo X de Amorrortu, pág. 133, Freud escribe: "En todos los momentos más importantes del relato se nota en él una expresión del rostro de muy rara composición y que sólo puedo resolver como horror ante su placer, ignorado (unbekennen) por él mismo". Esta voluptuosidad que produce horror es lo que Lacan va a definir con el término de "goce", ese exceso de satisfacción que desconcertó al padre del psicoanálisis y que lo llevó a investigar y escribir lo que iba descubriendo para poder compartir con todos nosotros, los lectores y los colegas que le sucederíamos, esas sus observaciones tan valiosas sobre las construcciones neuróticas de la obsesión. El paciente de Freud, "el hombre de las ratas", se encontró con lo que podemos llamar un momento de trance obsesivo, es decir que se le presentó algo imposible de soportar que lo precipitó a buscar ayuda en la consulta de Freud. El encuentro con ese algo imposible de soportar es lo que va a estructurar el síntoma en la neurosis obsesiva rompiendo el círculo de las postergaciones, la duda y la espera que son propias de esta neurosis.
Podemos decir que allí donde Freud observó el rostro que indicó el momento del goce del neurótico obsesivo en cuestión, Lacan, al releer a Freud, comprendió que ese goce es insoportable para el sujeto porque lo confronta a una verdad que el psicoanalista francés colocó en el campo de lo real.
Lo real dirá Lacan, es del orden de lo imposible y de lo indecible, aquello que no se puede aprehender, coger, comprender, asir. Lo real es algo que se produce cuando el sujeto se encuentra de manera imprevista y sorpresiva con la figura de alguien que viene a ocupar el lugar del Otro que goza. Este encuentro con el Otro que goza suele producir en el sujeto obsesivo una gran angustia porque lo que el obsesivo no soporta es el hecho de confrontarse a una situación que le interpela en su esencia misma, es decir, que allí donde el Otro puede gozar, también goza el sujeto mismo. Me parece que en esta reflexión radica la posible comprensión de esa frase tan sonada que nos dice que "la angustia es cuando la falta, falta". Cuando decimos que el sujeto obsesivo se angustia porque se da cuenta de que su propio goce puede ser un goce cruel, un goce perverso, feroz, obsceno, un goce identificado a ese Otro, lo que estamos diciendo es que si él puede sentir ese goce o identificarse a ese goce que él, el sujeto obsesivo coloca del lado del Otro, ese simple hecho le hace comprender que ese Otro ya no es completo ni sin falta, sino que ese Otro se convierte en otro que finalmente goza igual que el sujeto obsesivo. Quizá es en esa simple pero terrible verdad, en la que se basa la causa de la angustia porque lo que estamos diciendo es que la falta de ese Otro es lo que falta cuando el sujeto obsesivo descubre la realidad de su propio goce personal.
Esta idea la especifica una analizante que trae a la sesión la palabra "acorralada". La analizante dice que la angustia le surge cuando se siente "acorralada". Lo que hay en juego en esta obsesiva es una ambivalencia entre dos posiciones en las que ella oscila: por un lado el sentirse acorralada y por el otro, el opuesto, es decir: el acto de "acorralar" o acosar al otro. La angustia (según ella explica) surge ante la demanda excesiva del otro, es decir, cuando ella siente que no puede poner límite a esa demanda que se le impone y se vuelve una exigencia feroz. "Qué quiere de mí?" se pregunta la analizante con una mirada desesperada, ante el acoso ilimitado de la exigencia del otro. "Estar acorralada" aparentemente es la causa de la angustia, pero con el recorrido analítico esta analizante llegará a descubrir que lo que le angustia realmente es otra cosa. En sus palabras, ella explica que el momento de angustia surge cuando ella pasa de ser la víctima (estar acorralada por el otro) a ser el verdugo (acorralar o acosar al otro), porque ese hecho, confronta a la analizante a que el Otro en el que ella pone su fe, creyendo que existe y que está completo, ese Otro sin tachadura, sin castración, en realidad está hecho a imagen y semejanza de ella. La analizante descubre entonces que la necesidad que tiene de controlarlo todo y que la lleva a ser una acosadora o a acorralar al semejante tiene como causa el temor a la muerte y a la castración del Otro. Esta es la razón por la que el sujeto obsesivo se angustia, porque no soporta los signos del deseo del otro ni del goce del Otro.
El sujeto obsesivo niega la realidad de la naturaleza de ese goce cruel, porque es un goce que le es ajeno, no obstante, al mismo tiempo lo reconoce como propio porque sabe que está allí, que es él quien lo siente. El sujeto obsesivo intenta por todos los medios mantener al margen el deseo, tanto el de las personas con las que se relaciona, como el deseo propio, por eso decimos que el sujeto neurótico obsesivo se sostiene manteniendo el deseo como imposible y de allí surgirán los síntomas tan conocidos y característicos de esta estructura que son entre otros: hacerse el muerto y vivir mortificándose o machacándose a sí mismo.
Para el obsesivo la pregunta clave es: ¿estoy vivo o estoy muerto? Por eso decimos que el sujeto obsesivo pasa la vida esperando para actuar. Si tiene un problema, en lugar de hablarlo, preferirá rumiarlo interminablemente. Llenará su vida de rituales, hábitos, reglas pero sobre todo (como ya he dicho), vivirá mortificándose la vida, lo que comúnmente conocemos como "vivir sufriendo y sufrir viviendo", haciendo la vida insoportable tanto a los que lo rodean como a sí mismo. Cuando llega el momento de actuar, el sujeto obsesivo preferirá que otro actué en su lugar. Un buen ejemplo de eso es la actitud del sujeto obsesivo en torno al objeto que dice amar, es decir lo que llamamos el amor cortés y que queda explícito en el relato del mariachi. Dicen que había un mariachi que conoció a una dama y quedó prendado de ella, así que decidió acudir a su ventana a cantarle todas las noches para conquistar su amor. La insistencia del mariachi conquistó poco a poco a la dama, de tal suerte que una noche la dama en cuestión salió al balcón y le dijo: "si vienes 365 días a cantarme todas las noches, seré tuya". El mariachi fascinado con la promesa aparecía todas las noches en el balcón de la dama para cantarle, hasta que la noche número 364, la dama salió nuevamente al balcón para decirle: "mañana seré tuya". Y la noche 365… la dama se quedó esperando a un mariachi que nunca más apareció… Otro ejemplo lo tenemos en el sujeto obsesivo que hace lo necesario para que su amada caiga en brazos de su mejor amigo, o en caso de la mujer obsesiva, donde vemos la misma historia: que prefieren renunciar al amor del hombre amado para seguir manteniendo el deseo en el imposible, porque recordemos que la estructura obsesiva también se presenta en cuerpo femenino. Parece que al vivir fuera de sí mismo, haciéndose el muerto como el soldado que se hace el muerto en el campo de batalla, el sujeto obsesivo cree que engaña a la muerte, pero el precio a pagar es vivir mortificándose, convertido en un cadáver viviente. En esta complicada estructura tenemos una relación compleja con el padre, da la impresión que el obsesivo en lugar de pelear con el padre, imagina que el padre ha muerto, incluso podemos añadir que no sólo lo imagina sino que lo desea. Ese deseo de muerte del padre produce un sentimiento de culpabilidad que lo lleva a una necesidad de castigo. Por si fuera poco, como el sujeto también tiene sentimientos de amor hacia el padre y no sólo de animadversión, surge la ambivalencia que da paso a la agresividad, la resistencia y la negación que son la base de la conocida terquedad y obcecación que caracteriza a estos atormentados sujetos. En la obsesión hay un amo que goza y también hay un placer sexual infantil que se ha reprimido y que produce una culpa exacerbada en el sujeto porque sabemos que en la etapa infantil, el sujeto ha vivido con un placer excesivo lo que llamamos "el trauma de la seducción por un adulto", es decir, la entrada a la sexualidad en manos de alguna persona encargada de hacer los primeros toqueteos en el sujeto (a edad temprana) y que produce en el sujeto un goce sexual que se vive excesivamente placentero. Hay sujetos que en sus análisis comentan frases como: "podría matar por esto", es decir que el placer sexual ha sido tan gratificante que lo que produce en el sujeto es una culpabilidad exacerbada. La culpabilidad tiene su origen en el sentimiento que el sujeto tiene de que ese placer sexual tan placentero es algo malo, algo sucio, algo prohibido, pensamientos que tienen su lógica ya que sabemos que la sexualidad humana es un tema prohibido y que el placer sexual está marcado como algo pecaminoso desde el discurso de las religiones, discurso que se transmite en la sociedad y que llega al sujeto a través de la palabra. Con lo dicho hasta aquí, me parece importante recalcar que el hecho de que un sujeto crezca en un hogar con pensamientos más liberales ante la sexualidad tampoco es garantía de nada, pues el discurso social tiene una repercusión fundamental en la psique humana. Por eso se hace indispensable ir viendo caso por caso, pues a veces el tener padres liberales que hablan abiertamente de los temas sexuales puede ser también causa de problemas en el devenir sexual de los sujetos. Es por eso que el psicoanálisis no es una educación para ser buenos padres ni buenos profesores; no obstante, tampoco significa que el psicoanálisis no tenga voz. Nuestro quehacer psicoanalítico tiene una voz para aquellos padres o profesores que deseen encontrar un saber en el descubrimiento del campo de lo inconsciente y este saber hace la diferencia porque trae consecuencias en la educación tanto parental como escolar.
La clínica psicoanalítica está íntimamente relacionada con la palabra y sabemos que la palabra no revela un simple sentido, sino que más bien nos conduce a otras palabras en una cadena lingüística, de la misma manera que un sentido nos conduce a otro sentido. Jacques Lacan nos enseñó a entender la prioridad del significante, es decir ese elemento verbal y material en la vida psíquica del sujeto. En el caso del "hombre de las ratas", la palabra "raten" no apuntaba al sentido "cuotas", sino a otras asociaciones como por ejemplo "heiraten" que denota en alemán lo relacionado con el matrimonio. El caso sobre neurosis obsesiva del paciente de Freud nos sirve de guía para comprender que en los sujetos obsesivos el significante que aparecerá en sus historias, será un punto clave en su recorrido analítico. El analista apuntará en su interpretación hacia el cuestionamiento y la asociación de ese significante con el fin de que el sujeto salga del círculo de las obsesiones. Cuando el sujeto sale de ese círculo de repeticiones puede vislumbrar el camino de su deseo, es decir, convertirse en un sujeto deseante. Cuando un sujeto se confronta a la experiencia de la angustia, lo primero que hace es pedir ayuda. Muchos sujetos dicen "me ha llegado la hora de la verdad". Es una experiencia difícil de transmitir, algo muy fuerte que concierne íntimamente al sujeto. Los analizantes dicen que es algo que se siente en lo más profundo del ser, que es la esencia misma de una fuerza que los empuja a dañarse. Diríamos que es una manera particular de gozar en donde se hace necesario estar allí, en tanto analistas, para sostener esa desesperación mediante la escucha. Ser depositarios de la angustia que el sujeto trae para que la escuchemos porque en muchas ocasiones, así es como acuden los sujetos obsesivos a la consulta del psicoanalista, es decir, que vienen angustiados y con una situación de ambivalencia que es típica en todos los casos de obsesión. Es por ello, que en esta escritura me abocaré a hablar de la coexistencia de dos emociones opuestas dentro de un mismo sujeto obsesivo que compara su situación de ambivalencia con la historia de Jekyll y Hyde.
El paciente a quien llamaré René acude a mi consulta después de escuchar una conferencia que dicté sobre "Naná, de Emile Zolá". Apenas me comentó que había escuchado esa conferencia, pude percatarme que se sentía íntimamente concernido y que había algo que René deseaba dilucidar en torno al significante "puta" que encarnaba Naná y que levantaba en él una angustia que se le salía de control. El instante de la mirada dio paso al inicio de su tratamiento que quedó marcado por el significante "puta", la historia de Naná y la pregunta de René en torno a la sexualidad y el goce femenino, el del Otro sexo, que para él estaba encarnado en la puta. En el tiempo de comprensión René dijo que tenía problemas con su manera de beber alcohol, confesando (no sin esfuerzo y con muchas resistencias) que era un alcohólico. Dijo que bebía mucho, que le gustaba "irse de marcha" los fines de semana y que era asiduo a relacionarse con prostitutas. Le pregunto por qué busca prostitutas y me contesta que quiere saber por qué ellas elijen esa vida, quiere saber sobre la sexualidad de esas mujeres, algo de ese goce le espanta, algo de las prostitutas le atemoriza.
Ante la pregunta sobre qué es lo que le atemoriza, René responde que constantemente le vienen ideas impuestas, ideas fijas sobre un hombre que descuartiza a las prostitutas. El recorrido analítico lo lleva a descubrir que ese hombre es lo que él mismo llama su "Hyde", es decir que tiene un deseo sexual por las mujeres que se dedican a la prostitución, como la Naná de Emile Zolá, pero al mismo tiempo siente deseo de matarlas. Después de un tiempo, René confiesa que el deseo sexual por las prostitutas es un deseo imposible de realizar porque cada vez que lo intenta sufre de eyaculación precoz o de impotencia. Hay una intervención a partir de un sueño que trae el analizante que logra liberar el síntoma del deseo como imposible: René sueña que se le aparece una figura, es un hombre con barba blanca y hábito de monje que le dice una frase: "Mejor amarla que matarla". El analizante dice que la figura es Dios y que con esa frase le ha otorgado el permiso que él necesitaba para poder gozar de la prostituta. Me parece importante introducir en este momento una intervención para hacer la diferencia entre el amor y el deseo. Le digo a René que la figura que representa al Dios en su sueño hablaba de amar a la mujer y que él está hablando de gozar de ella. Esa intervención permite que el analizante empiece a cuestionarse otra ambivalencia: la vertiente del amor y la vertiente del deseo.
Al hablar del deseo René muestra grandes resistencias porque empieza a abordar el tema de la agresividad, palabra que él desplaza en el significante "ambivalente", de tal manera que cuando el analizante quiere decir algo referente a la agresividad que siente por algún acontecimiento específico dice lo siguiente: "René es ambivalente" o bien: "René siente ambivalencia" en lugar de decir: "René es agresivo" o bien: "René siente agresividad".
Al intervenir haciendo énfasis en esas dos palabras: ambivalencia y agresividad, el analizante empieza a descubrir una dimensión de violencia interna que lleva guardada como él dice "dormitando" bajo la mascarada que oculta la palabra ambivalencia. René dice que no puede darse el lujo de dejar salir su agresividad porque esa agresividad alimenta a un monstruo que vive dentro de él, un demonio que lo horroriza porque es capaz de las crueldades más atroces. Este es el momento en el que el tratamiento psicoanalítico de René me hace recordar el pasaje de Freud sobre la expresión del rostro de su paciente obsesivo; porque aún cuando parece que René está verdaderamente consternado y horrorizado al hablar de su demonio interno, no obstante, aparece esa voluptuosidad en su rostro y sus palabras van cargadas de algo más. Ese algo más es el goce lacaniano, es un exceso que horroriza y angustia pero al mismo tiempo cruza cierto límite donde la palabra ya no es suficiente para lograr alcanzar aquello que se desea decir. Cuando René descubre la agresividad dormida que hay dentro de él, algo se desanuda y empieza a hablarme de Jekyll y Hyde. Dice que entre semana (de lunes a viernes) es Jekyll, es decir un hombre bueno, que hace los deberes, el ideal del padre me dice literalmente. Pero luego llega el fin de semana y entonces siente una fuerza dentro de él que lo empuja a hacer lo que él considera que su padre hubiera querido hacer y no hizo. Cuando le pregunto qué es lo que su padre hubiera querido hacer, él me responde: "ser una puta".
René cuenta que su padre transmitió en el discurso que las prostitutas eran personas que gozaban y que tenían muchos privilegios que ningún hombre podía llegar a tener. El recorrido analítico de este obsesivo produce un cambio en sus obsesiones y en su manera de mortificarse: por un lado se levantan los síntomas de eyaculación precoz e impotencia, accediendo al deseo sexual, primero con prostitutas y después encuentra a una mujer con la que entabla por primera vez en su vida una relación de amor. René dice que ante el deseo de su padre por las putas la única salida que tenía era la agresividad. Más adelante vuelve a interpretar su sueño, comentando que el hombre que mata a las prostitutas, es él, pero que su afán no es matar a las prostitutas, sino matar algo del padre. René dice que lo que quiere matar en el sueño es la transmisión del padre, y agrega: "porque eso es lo que él deseaba, no lo que deseo yo".
El análisis de este obsesivo hace aparecer la diferencia entre el deseo del padre y el deseo de él mismo como sujeto. Esto posibilita que el goce pueda condescender al deseo, en otras palabras que el sujeto obsesivo salga del goce de sus obsesiones para convertirse en un sujeto del deseo, es decir: convertirse en un sujeto deseante.