Sinceridad o crueldad
Cristina Jarque
Imaginemos una situación cotidiana: una persona le dice a otra, con total franqueza, "¡Qué gorda estás!". A primera vista, podría parecer una simple observación objetiva. La báscula podría confirmar el hecho, y la persona que lo expresa podría considerar que está simplemente diciendo la verdad. Sin embargo, esta afirmación encierra distintas capas de significado que van más allá de lo meramente físico y objetivo.
Desde una perspectiva subjetiva, la intención de quien emite el comentario puede ser interpretada de varias maneras. Por un lado, podría pensarse que busca hacer notar el cambio físico de la otra persona, quizá con la intención de que tome medidas al respecto. Pero también podría estar transmitiendo un mensaje subyacente sobre la importancia que le otorga a la imagen y la apariencia. Además, podría haber un componente de autoafirmación en su comentario: "Yo no soy una aduladora, digo las cosas como son, sin filtros".
Sin embargo, más allá de la intención consciente de quien hace la afirmación, hay otra verdad oculta en la comunicación: una dosis de agresividad. No toda sinceridad es inocente, y en muchos casos, la insistencia en decir "la verdad" puede encubrir una intención de descalificar al otro, de hacerlo sentir mal bajo el pretexto de la honestidad. Para quien recibe el comentario, la "verdad" expresada puede convertirse en un ataque directo a su autoestima, generando resentimiento y malestar.
La línea entre la verdad y la agresión es difusa. Un estafador, por ejemplo, busca hacer pasar lo falso como si fuese cierto. Pero incluso en la mentira, la verdad puede aparecer de manera inesperada. Como afirmaba Lacan al referirse a los actos fallidos: "La verdad atrapa a la mentira en el error". En la comunicación cotidiana, esperamos que el otro sea veraz, pero esta expectativa está impregnada de una ilusión: la creencia en una verdad absoluta e inmutable. La realidad es que la verdad es móvil, depende del contexto, del momento y de la relación entre los interlocutores.
Nietzsche lo expresa de manera contundente en el aforismo 277 de La voluntad de poder: la exigencia de veracidad presupone que el individuo es siempre el mismo a lo largo del tiempo, que su identidad y sus palabras son invariables. Pero esto ignora el hecho de que la verdad está íntimamente ligada a la subjetividad y a las circunstancias. Pretender que alguien diga "la verdad" en todo momento implica una sobrevaloración de la objetividad, una ilusoria creencia en la exactitud absoluta del lenguaje.
El problema con la veracidad absoluta es que no siempre es deseable. La moralidad no puede sostener la exigencia de una verdad incondicional cuando esta tiene la capacidad de destruir. Decir una "verdad" con el propósito de dañar es, en muchos casos, peor que una mentira. Kant, con su riguroso imperativo categórico, ignoraba el poder destructivo que la verdad puede tener en determinadas circunstancias. En algunos casos, es preferible una mentira piadosa a una verdad brutal. La honestidad utilizada como arma puede ser tan cruel como la falsedad.
A veces, la sinceridad extrema se usa para inducir al error. Es el caso del clásico chiste citado por Freud: "Me dices que vas a Cracovia para que yo crea que vas a Lemberg. Pero yo sé que realmente vas a Cracovia, ¿por qué me mientes?". La intención de engañar puede manifestarse tanto en la mentira como en la verdad manipulada.
Existen diferentes tipos de mentiras. Algunas se basan en la malicia, en la búsqueda de un beneficio personal a expensas de la ignorancia del otro. Otras, en cambio, surgen de la angustia y la necesidad de protegerse a uno mismo. En el psicoanálisis, se presta especial atención a las mentiras "neuróticas", aquellas que se generan como respuesta a la ansiedad y que conducen a la represión.
El filósofo Descartes también exploró el papel del engaño y la ilusión en la mente humana. Uno de los aspectos más perturbadores de la mentira es el poder que otorga al que la formula. Engañar puede generar un goce particular, una sensación de superioridad sobre quien cree en la falsedad. El mentiroso experimenta placer al sentirse más inteligente, al "hacer tonto" al otro. Este mismo fenómeno se puede observar en el mito de Edipo y Yocasta: ella, pese a todos los indicios, se aferraba a la idea de que su esposo no era su hijo. Sabía la verdad, pero gozaba del hecho de que Edipo la desconociera. Su deseo criminal se manifestaba en su necesidad de mantener el engaño.
Este mismo patrón se repite en diversas situaciones de la vida cotidiana. La mentira otorga una sensación de control y poder, mientras que el engañado queda relegado al papel de incauto. Sin embargo, quien se deja engañar no es necesariamente una víctima inocente, sino un cómplice inconsciente del engaño. Como dice Lacan en su seminario XXI, el que cae en la mentira muchas veces elige hacerlo, prefiriendo el placer de la ignorancia a enfrentar una verdad incómoda. De allí su célebre frase: "Yo digo siempre la verdad, pero no toda".
En definitiva, la verdad no es un concepto absoluto ni neutral. Su expresión puede ser un acto de agresión, una forma de dominio o una estrategia de manipulación. La sinceridad no siempre es una virtud, y la mentira no siempre es un vicio. En un mundo donde la comunicación está llena de matices y dobles intenciones, quizá lo más sensato no sea exigir la verdad absoluta, sino aprender a distinguir entre la honestidad constructiva y la verdad utilizada como un arma. Así, podríamos evitar convertirnos en víctimas de una sinceridad que, lejos de liberar, puede resultar más cruel que la más elaborada de las mentiras.
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