Políticas de la lengua en psicoanálisis

Por Alejandra Ruíz

(Publicado en Imago Agenda, octubre 2012, Buenos Aires)

¿Cuál es el estado de la lengua en el psicoanálisis hoy? ¿De qué modo incide tal problemática en la publicación de una revista? Para intentar responder a estas preguntas, vamos a hacer un breve recorrido a fin de cernir las posiciones que, en esta materia, han tomado quienes nos precedieron, a fin de extraer de allí alguna enseñanza. Freud inventó el psicoanálisis recurriendo a varios niveles de lengua: estos niveles, puede decirse, respondían a diferentes interlocutores. En aquellos tiempos inaugurales, lo que se hablaba “entre analistas” era permanentemente agujereado, fisurado, descompletado, por lo que esos mismos analistas hablaban con no analistas, ya fueran señoras paquetas, licenciados, locos, pacientes o abogados a los que se les atribuía un modo de pensar. Este interlocutor lego , numerosas veces convocado por Freud, era una ficción operante que implicaba un trabajo de traducción de los términos teóricos a palabras de la lengua cotidiana, trabajo que implicaba, en forma simultánea, una modificación, un avance, en esos mismos términos. Esto quiere decir que no era una comunicación que simplemente siguiera un mismo sentido, desde una lengua de especialistas a una lengua del lego, sino que estos movimientos permanentemente redefinían y desestabilizaban los términos teóricos mismos.


Lacan también construye la lengua de su discurso desde el punto de vista del interlocutor, en numerosas ocasiones le habla en su lengua y con sus términos. Por ejemplo, al dirigirse a los residentes del hospital Sainte-Anne , o a los estudiantes de la École Normal Superior, cambia fundamentalmente los significantes que interroga. Este trabajo con diferentes registros de lengua implica, a su vez, la posibilidad de desestabilizar la cristalización de una lengua teórica, que fije tecnicismos, que reduzca el psicoanálisis a una jerga de especialistas Es en este mismo sentido que entendemos la afirmación de Moustapha Safouan, acerca de que él no es un especialista en Lacan. Para el psicoanálisis, no hay especialidad que no esté atravesada por la propia clínica. Un psicoanalista no es un especialista en la obra de Lacan, ya que tal consumado doctor, por eminente que fuera, contaría con una posibilidad –legítima, sin duda, en otros campos- pero extemporánea para el psicoanálisis: trabajar con la obra de Lacan por fuera de toda referencia a su clínica y a su propio análisis. Allí donde el especialista podría arrogarse un saber, el psicoanalista sólo acepta ese saber como supuesto y verificable en cada análisis. Este aspecto, que incide en la convicción del analista, en la creencia que él mismo sostiene acerca de la existencia del inconsciente -creencia que no es, por supuesto, una convicción ingenua-, es lo que hace tan compleja la transmisión del psicoanálisis. Así como un licenciado en letras no podría conseguir un diploma de escritor en tanto sólo puede decirse escritor quien ha escrito al menos un libro, ni un licenciado en teología podría confundirse con un cura, puesto que para ser cura no basta con conocer acabadamente la Biblia sino que es necesario además tener una creencia que sostenga la propia práctica; del mismo modo un licenciado en psicología o en filosofía no podría devenir psicoanalista sino da pruebas de haber llevado su análisis bastante lejos y de haber podido conducir una cura. Esa diferencia es importante. Un doctorado en psicoanálisis puede ser muy interesante por los contenidos que promueve, así como un doctorado en letras puede ser muy instructivo por las enseñanzas que imparte, pero ni uno ni otro habilitan para nombrarse como psicoanalista ni como escritor. La especificidad del psicoanálisis implica una especificidad de su transmisión. Las escuelas de psicoanálisis, las asociaciones, los dispositivos…tales complejidades no son una mera complicación de algo que podría haberse hecho de suyo fácilmente. La dimensión ética de la experiencia no es un mero ornamento ni podría darse con algún diploma.

El psicoanalista tiene una relación con su práctica muy diferente a la de otras disciplinas donde los conocimientos se acreditan holgadamente con el manejo de un corpus de saber y en ocasiones también con una aplicación práctica. El psicoanalista no tiene un conjunto de conceptos que deba aplicar en cada análisis (aunque, por supuesto, deba conocer y estudiar acabadamente los que competen a su campo), sino que cada análisis servirá, a posteriori, para extraer los conceptos que efectivamente se pusieron en juego allí. Es por ello que el psicoanálisis precisa la aproximación del concepto y al mismo tiempo su desestabilización, más aún que cualquier otra disciplina y es esto, justamente, lo que Lacan ha propuesto bajo el modo de los nudos. Real, simbólico e imaginario no son conceptos, sino registros que nos permiten pensar las intervenciones en cada análisis. No hay, estrictamente hablando, teoría y clínica: toda la teoría está articulada en un fragmento clínico y podemos saber la clínica de alguien escuchándolo “tan sólo” hablar de teoría.

Está escrito de tal modo que no hay en ellos un solo hecho que no sea discutible. Lo que Lacan afirma de los evangelios podría ser aplicado asimismo a buena parte de su obra. Tal es el chiste con el que anticipa a la vez que interpreta a quienes pretendieran formular una lectura religiosa de sus textos. Nos plantea, de este modo, una política del psicoanálisis que es también una política de la lengua: usa el estilo barroco para producir una dispersión del sentido, un descentramiento de las frases. Su retórica es, de algún modo, una máquina de eludir el cierre del sentido para favorecer su multiplicación en líneas de significación, en isotopías. El barroco es, entre otras cosas, una ética del uso de la palabra que no está reñida con una estética posible para el psicoanálisis. Mediante el barroco, Lacan efectúa una resistencia a la coaptación de su obra por parte de la cita erudita, al cierre del sentido de su enseñanza en la galería de los enunciados universitarios . Esta estrategia de la transmisión no impide, por supuesto, que su obra se intente asir mediante la cita erudita, sino que quien lo hace, lo sepa o no, paga por ello un precio muy alto. Se trata, en mi opinión, de un modo de producir que muestra, en acto, que sólo se puede producir teoría desde una enunciación analizante, cada vez en una época y en un uso de la lengua diferente.



Si se llegara a formular una lengua psicoanalítica precisa, que pudiera abordar con pertinencia lo real psicoanalítico, donde los términos teóricos lograran al fin cernir lo que es suyo, el mero uso de esa lengua durante 20, 50 años, produciría tal desgaste que de todos modos sería imprescindible volver a definirlos para que recobren vigencia. Lacan no ignoraba este aspecto, razón por la cual re-define y re-traduce numerosos términos de Freud, sin privarse de agregar lo que es de su cosecha.

Pero digamos algo más. De algún modo, tanto Freud como Lacan plantean distintas estrategias con la lengua que implican poner en juego diferentes registros que nunca están disociados del interlocutor. Ya fuera el universitario, el lego, el médico de Sainte-Anne, el colegio de psiquiatras, los americanos o los jóvenes psicoanalistas, una de las problemáticas que se desprenden es que el psicoanalista siempre habla la lengua del otro.



Luego de este breve recorrido, volvamos a la pregunta ¿Cuál es el estado de la lengua en el psicoanálisis de hoy? Al normativizar el discurso, el psicoanálisis corre el riesgo de constituirse en un lenguaje técnico, en una jerga “entre analistas”. En la medida en que los analistas cada vez hablen más “entre analistas”, los supuestos compartidos podrían deslizarse hacia la formación de una lengua técnica, desvitalizada. Esto se condice con la idea de un discurso masificado, normativizado, que aplane y fije diferentes tiempos de la obra de Lacan en un corpus único. Si, queriendo evitar estos peligros, cada analista se pusiera a leer sólo Freud, Lacan, etc., sin ninguna referencia a un interlocutor singular -cosa que a veces sucede- se autogenerarían, cada uno, como excepción a la lengua. Habría allí una nueva Babel en ciernes, un grupo de anarquistas extremos, cada uno analizando y leyendo por su cuenta y sin referencia a ningún contemporáneo. Entre los inconvenientes que presenta esta posición, de ser llevada a tal extremo, cuenta el hecho de que no se podrían interrogar los propios conceptos ni intercambiar, a nivel de la experiencia, con otro analista, ni –por ende- tampoco ser interrogado en la propia clínica.

Las dos posiciones dejan por fuera algo esencial para el psicoanálisis: la multiplicidad de planos de interlocución y la movilidad entre distintos registros de lengua que son constituyentes de su estructura discursiva. El psicoanálisis trabaja con la lengua del otro quiere decir, también, que trabaja con una lengua impura. Tanto en su primera invención como en cada renovación teórica, sus procedimientos son los mismos. Abreva o saquea otros saberes, otras disciplinas, se apropia de sus términos y, traicionando su sentido inicial, incorpora esas mismas palabras dándoles un nuevo sentido. El Edipo de los literatos no es el Edipo psicoanalítico, el síntoma de los médicos no es el síntoma psicoanalítico, el discurso tampoco es el de los comunicólogos, ni el goce se parece al de los legisladores y así siguiendo. Los intentos de purificar el discurso psicoanalítico de estos términos considerados “”impuros” o “foráneos”, que provendrían de otras áreas, -tal como por ejemplo la idea de que se podría suprimir la palabra “clínica” por provenir de la medicina- me parecen banales cuando no temibles: lo propiamente psicoanalítico es justamente el mecanismo mismo de apropiación y redefinición de esas palabras. Si Freud hubiera querido nombrar las cosas con términos no contaminados por el lenguaje coloquial hubiera buscado, como lo hacen otras ramas del saber, términos del latín o del griego.

Ahora bien, ¿cuál es la apuesta que hay que hacer en el psicoanálisis hoy y en Buenos Aires? ¿Qué podríamos hacer ante el desgaste que necesariamente sufren los términos psicoanalíticos por el mero hecho de su uso en una comunidad que no podría evitar, en más de un caso, banalizarlos? Parafraseando a Julio Cortázar, quien en Nicaragua se preguntaba cómo volver a darle a la palabra libertad su verdadero sentido luego del desgaste sufrido por ella: ¿cómo hablar del Edipo sin convertirlo en una trivialidad más, moneda falsa que pasa de mano en mano y no suena sino como palabra vacía? Tales son las preguntas que nos interesan no de un modo puramente abstracto sino en relación con nuestra pequeña y concreta práctica de escritura: ¿de qué modo trabajamos con/en la lengua para deshacer la posible normativización, el riesgo de una jerga analítica, y al mismo tiempo, apostar a la legibilidad, en el sentido de que puede haber innovación pero escrita en castellano? Es responsabilidad del analista el hecho de apostar su enunciación para que el efecto de sentido restituya el decir a la galería de los enunciados. Sin ese deseo, que hace de la transmisión escrita una práctica del discurso que necesariamente nos convierte en analizantes, algunas frases corren el riesgo de convertirse en moneda de cuño gastada, consignas como las que Gide denuncia en Monederos Falsos. Dejo por cuenta del lector la precisa enumeración de esas frases de cuño lacaniano que, por ser puras condensaciones de sentidos, se prestan a ciertos usos de autoridad –propio del uso erudito de las citas del siglo XIX- al mismo tiempo en que se resisten a esos usos y siempre contienen un carácter paradojal que puede resultar peligroso para quien no advierte su valor retórico. Lacan, como Borges, ha previsto casi todo, incluso sus epígonos.


Fragmento del texto que formó parte de los que sirvieron a la presentación de LaPsus Calami Nº2, “Escritura y síntoma”, el 30 de noviembre de 2011, en Mayéutica-Institución Psicoanalítica. Participaron también Edgardo.Feinsilber, Alba.Flesler, Diego Fernandez, Ilda. Rodriguez.
Sigmund Freud, ¿Pueden los legos ejercer el psicoanálisis? Epílogo. 1926, 1927. Obras completas. Ed. Amorrotu. Tomo XX, pág. 165 y 235.
Jacques Lacan. El saber del psicoanalista. Charlas en Saint Anne. 1971.
LaPsus Calami, número 2, Buenos Aires, Editorial Letra Viva. Pág.. 147






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