"SE MURIÓ LUPITO"

REFLEXIONES EN TORNO A LA NOSTALGIA

Por Cristina Jarque

Lucha (que es el apodo de Luz María), es una mujer mexicana: "chilanga a mucha honra", (como se dice en México y que significa originaria del D.F.).
Aquella mañana de octubre, en Madrid hacía un sol resplandeciente, y Lucha caminaba a paso ligero por la Carrera de San Jerónimo, para encontrarse con sus amigas en la Plaza de Santa Ana. Eran cinco mujeres: todas chilangas y que vivían en Madrid desde hace varios años. Mexicanas "de hueso colorado", decían entre risas y se hacían llamar: "El Club de las mexicanas madrileñas". En cuanto ocuparon sus sillas alrededor de la mesa, la conversación empezó a girar en torno a la nostalgia.
Nostalgia. Para Lucha, al igual que para las cinco mujeres que están reunidas con ella, la
palabra misma, ya trae consigo encerrado el significado de la palabra México. De pronto, las cinco mexicanas empiezan a tararear al unísono: "México lindo y querido, si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido y que me traigan aquí, que digan que estoy dormido y que me traigan aquí, México lindo y querido, si muero lejos de ti". La música de Jorge Negrete brota en los labios de estas mexicanas, que entre risas y llantos, se reúnen a reflexionar en torno a sus raíces. La nostalgia... dice Lucha, lo primero que me viene a la mente es la palabra "homesick" que me decía mi profesora de inglés en la escuela de monjas del Colegio Vallarta de las Lomas. Decía que como la palabra lo indicaba, era estar enfermo "sick" en relación al hogar "home". Yo era muy niña, tendría unos 7 años, y la verdad es que no entendía muy bien cómo alguien podía enfermarse por echar de menos su casa, su hogar. En aquel tiempo lo único que yo deseaba era hacer una maleta e irme lejos del mío, lejos, lejos pero que muy lejos. De hecho la escuela y los libros eran mi refugio, mi hogar. Varias veces pensé en hacerme monja y quedarme a vivir allí, en medio de todas aquellas estatuas que habitaban la capilla en la que pasaba horas enteras reflexionando o más bien llorando.
Después, cuando el tiempo pasó, empecé a comprender que uno siente nostalgia, (quizá más de lo que uno hubiera querido que fuera, de lo que uno se monta en la imaginación), que de lo que realmente hubo. Creo que en la mente hay una especie de división a nivel de la memoria. Es decir, que uno sabe muy bien la realidad de lo vivido, pero como generalmente no le gusta, (o le espanta), o quizá le parece injusto, muy injusto, entonces intenta olvidar la escena y cambiarla. Lo que llamamos en España, "montarse un numerito", donde uno cree que fue feliz, que ese tiempo pasado era maravilloso, era bueno, era inmejorable. Creo que eso es la nostalgia, algo de lo que necesitamos agarrarnos para no perder el sentido, sobre todo si nuestra vida presente es mala, desagradable, triste o insatisfactoria.

Nos da nostalgia para no caer en el obscuro abismo de la angustia. Creer que hubo tiempos mejores nos ayuda a tener esperanza para motorizar el deseo e intentar revivir esos tiempos. Es posible que muy en el fondo de nuestro corazón sepamos que esos tiempos no fueron mejores. Quizá tuvieron algún instante feliz, algo que nos hizo sentir un brillo especial, pero que simplemente fueron tiempos pasados, donde estábamos más jóvenes, donde vivíamos en la ignorancia de muchas cosas.
Nos vemos a nosotros mismos tan inocentes, tan desamparados, tan impotentes, tan solos. Haciendo lo que se supone que hay que hacer para complacer a los que amamos. Esa es la nostalgia, la nostalgia de poder vivir en esa ignorancia, sin pensar, ni reflexionar, ni cuestionarnos nada. Dejándole al otro la responsabilidad de nuestra vida y de nuestro deseo. Solamente viviendo, creyendo que la vida es complacer a esos otros y que lo estamos haciendo bien. Hasta que algo ocurre, (no les ocurre a todos), pero a los que nos ocurre, sabemos que nos ocurrió. Que ya no nos conformamos con ese plan de vida y que empezamos a pensar qué carambas queremos nosotros hacer con nuestra propia vida y nuestra estructura y nuestro deseo y nuestros ideales e ilusiones. Allí empieza el viraje, si tenemos suerte, valor y empuje, quizá cierta confianza y cierta fe, nos ponemos en marcha y logramos encontrar el camino. De pronto nos damos cuenta de que estamos en ese camino, en el camino que queríamos estar, y eso nos hace inmensamente felices, porque nos costó muchísimo esfuerzo, pagamos un precio generalmente muy alto y tuvimos que renunciar a cosas importantes y hacer elecciones dolorosas porque conllevaron pérdidas irremediables. Siempre es así, por eso es que provoca tanta envidia en los demás, porque pocos pueden hacerlo. Entonces nos vemos que vivimos al lado de quien queremos vivir, hacemos lo que queremos hacer, comemos lo que queremos comer, nos reunimos con quien queremos reunirnos, (en la medida de lo posible, vivimos conforme a nuestro deseo y eso es maravilloso). Ya nadie nos tiene que decir ni qué hacer, ni cómo hacerlo porque nadie tiene un saber sobre nuestro deseo más grande que el saber que tenemos nosotros mismos. Ya no hay Sujeto Supuesto Saber. Pero aún así, de vez en cuando, sentimos la nostalgia. Ya no es una enfermedad del hogar porque la verdad es que no queremos regresar a aquel hogar, eso lo tenemos muy claro, ya no nos engañamos porque ya logramos articular muchas cosas y ya las sabemos. Al contrario, ahora estamos felices de habernos ido, de haber podido lograr la separación de ese hogar que nos espantaba y es muy bueno haber podido construir un hogar muy diferente al que nos tocó a nosotros en suerte, eso nos hace sentirnos a gusto, que valió la pena, después de todo y a pesar de tanto. Es muy posible que estemos al lado de alguien que se vincula a nosotros en ese espanto, de allí aquello de Borges de "No me une a ti el amor sino el espanto, será por eso que te quiero tanto". Es posible que eso sea el verdadero amor, el saber sobre el espanto de la persona a quien amamos porque es nuestro propio espanto. Así que ahora vivimos con nuestra verdad y nos hace mucho bien, por eso decimos que llevamos una vida plena, que amamos y que somos felices. Sin embargo, la nostalgia suele aparecer de vez en cuando. Ahora es una nostalgia distinta, pero siempre es un sentimiento de que pudo ser de otra manera. Recordamos personas, sentimientos, instantes de lo que conformó nuestro hogar, y nos viene la nostalgia de no haber podido decirle a alguien algo mientras aún vivía, o de haber disfrutado más algún instante especial. Quisiéramos regresar el tiempo para poder decir eso que se nos quedó en el tintero, a veces palabras de amor, a veces reproches o incluso insultos. Haber podido decir lo que había que decir, lo que sentimos que debió decirse. Si amamos lo suficiente y esa persona se murió, poder tenerla de nuevo para decirle que la amamos muchísimo, nos queda la nostalgia de creer que no se lo dijimos lo suficiente, que debimos decírselo más veces, muchas veces más, y más... Y lo mismo si alguien nos dañó, si alguien nos engañó, nos maltrató, nos utilizó. Quisiéramos poder decirle que sabemos de su egoísmo, de su engaño, que sabemos quién es, que nos dañó mucho, que nos lastimó mucho. ¿Para qué? Pues para que lo sepa. Sólo para eso, queremos que lo sepa de nuestros labios.
La nostalgia hace llorar, cierro los ojos y veo la calle donde estaba la casa de mi infancia, el rancho de mi padre, mi caballo Cascabel y esas imágenes me hacen llorar. Eso es la nostalgia, algo que aparece en el recuerdo y que nos hace llorar, y como no sabemos muy bien qué es, le ponemos nombre, como el gallo o el lobo. Mi abuela (que era descendiente de un pueblecito de Santander, decía que tenía nostalgia de su tierra y jamás logró volver a pisarla), y recuerdo que lloraba mucho, decía que era de nostalgia. Yo le preguntaba ¿y qué es la nostalgia? Y ella contestaba ¡Se murió Lupito!
¿Lupito?, ¿qué es Lupito?, le preguntaba yo. "Lupito, (decía mi abuela, mientras se enjugaba las lágrimas que caían una tras otra de sus mejillas), es un perrito que se atravesó la calle y lo atropelló un coche. En realidad Lupito no es importante mi hijita, es una nadería, pero cada vez que tengo nostalgia de mi tierra, de mi pueblo, de mi Patria, pienso: ¡Se murió Lupito! Y así tengo el pretexto perfecto para llorar y desahogarme sin tener que pensar mucho más". 
Lupito es entonces el significante de la nostalgia para mi abuela. Lupito le permite llorar, pasar de la angustia al alivio y aunque ella sabe que no llora por Lupito, prefiere llorar por ese perro muerto, que ponerse en contacto con algunos otros perros de su historia, que seguramente la enloquecerían.
El mesero se acerca con las bebidas y las tapas.
- ¡Por nuestro México lindo y querido!, brinda una de ellas.
- Yo más bien, dice Lucha con la copa en la mano, brindaré por tener el orgullo de ser una mexicana que vive fuera de México.
- ¿Cómo es eso?, preguntan las demás.
Fíjense bien, dice Lucha, vocalizando y enfatizando cada palabra. Fíjense bien todo lo que podemos ver desde fuera. ¡Es un privilegio poder ver las cosas desde fuera! ¿Saben lo que veo yo? Yo veo a mi madre: una mujer elegante, de clase media alta, de origen español, casada con mi padre: un abogado de éxito, y viviendo en una buena colonia en la ciudad de México. Veo la casa de nuestra infancia, los coches, el chofer, las muchachas que ayudaban en la limpieza, el jardinero y la cocinera. Veo al perro en el jardín que coronaba la idea de la familia mexicana feliz. Veo a los hijos correteando por el jardín, alrededor de los abuelos, aquellas tardes de los sábados cuando nos reuníamos toda la familia. Y luego, cuando las horas pasaban y las botellas de tequila, o de champaña (según era el caso), empezaban a vaciarse, veo los rostros de los adultos embrutecidos y entonando canciones mexicanas que hablaban casi siempre de nostalgia, de amores imposibles y de desgarramientos del alma. Porque México, nuestro querido México tiene un alma trágica y un corazón desgarrado. Porque nuestras madres nos enseñan que no viven satisfechas con el hombre con el que viven, nos transmiten que no se sienten amadas, que los maridos les ponen los cuernos, o que están desatendidas. Muchas madres mexicanas amamantan a sus hijos con lágrimas en los ojos, insatisfechas con sus vidas, sintiéndose atrapadas sin salida, viviendo en una jaula de oro, sintiéndose presas y víctimas, así que la leche que dan a beber al hijo, va cargada de resentimientos y amarguras, en una palabra: de nostalgia. Nostalgia por lo que hubieran querido tener y no tienen, nostalgia porque el hombre con el que soñaban no es el marido con el que duermen, nostalgia porque la vida que llevan no es la vida que deseaban vivir.
También veo a mi tía Rosita, una mujer a quien obligaron a casarse con un hombre al que no amaba, así que toda su vida la pasó ahogando en alcohol sus penas de amor, convirtiéndose en una alcohólica. O a mí tía Maru que, aunque todos dijeron que hizo un muy "buen matrimonio", porque se casó con un economista muy prestigiado y adinerado, estaba siempre sola en casa, educando a sus hijos, y viviendo con una rabia interna que la volvía loca porque sabía que el economista prestigiado y adinerado, le ponía los cuernos con la secretaria. Lo que veo, es que las relaciones de amor narradas en las novelas: "Como agua para chocolate" de Laura Esquivel, o "Arráncame la vida" de Ángeles Mastretta, siguen siendo vigentes hoy en día en nuestro querido país. No sabemos las causas, pero podemos establecer algunas reflexiones particulares al respecto, y creo, que vivir fuera del país, nos permite evaluar mucho mejor nuestros razonamientos, porque cuando vivimos dentro de México, nos dejamos inundar por esa idiosincrasia interna que se pega como chicle y que ya no nos permite ver más allá de nuestras raíces. Hay algo de México que inunda, que arrastra, que coge. Algo que coge en el sentido mexicano del verbo coger, ese sentido en el que sabemos que lleva una connotación sexual: México nos coge, y muchas veces, nos coge de sorpresa, y por ello nos sobrecoge y nos hace llorar. Es la labia misma del lenguaje mexicano que nos llena de ternura, es la cara de Enrique, el chofer de mi tío, que abre la puerta de la camioneta blindada y mientras me ayuda a subir en ella, me explica que no me preocupe, que la camioneta está blindada para evitar que me secuestren. Es el olor de México, porque México tiene un olor: huele a maíz con chile piquín y chamoy Miguelito, y huele a pulparindo con jícama y jamaica. Es la "seño" de la esquina que me vende las tortillas recién echaditas pa que me haga unos taquitos rete buenos. Hay una manera muy propia del mexicano, una manera mexicana de vivir la vida, donde los hombres se saludan dando la mano, seguido de un abrazo y luego otra vez un apretón de mano, y las mujeres nos tomamos de las manos subiéndolas y bajándolas como meciéndolas en un gesto tan íntimo, tan nuestro, tan mexicano. ¿Por qué si los mexicanos son tan entrañables, tan tiernos y tan cálidos, son tan infieles con sus mujeres? Quizá porque esos hombres, cuando eran niños, vieron llorar a sus madres las infidelidades del marido, las infidelidades del padre, y al ver las lágrimas de la madre, quizá entonces, esos niños juraron no hacer lo mismo que hacía el padre a la madre, pero al convertirse en hombres no pudieron cumplir con su juramento. El padre le dice al niño que es "un pollo que nunca llegará a ser gallo", o que es "un flan que nunca llegará a cuajar", y el niño cree que si sigue los pasos del padre podrá ser gallo o podrá cuajar, así que se vuelve infiel muy a su propio pesar. No puede evitarlo: es una cuestión de virilidad, algo entre machos donde la palabra ni siquiera tiene lugar.
O quizá sea cierto que cuando los españoles conquistaron México, dejaron a sus esposas en España y tomaron a las indias de amantes en América. Después, cuando las esposas españolas viajaron al Nuevo Mundo, el español conquistador ya tenía una amante y unos hijos bastardos con esa amante, y de allí nacieron las iglesias y las capillitas. Se dice que por eso, todo mexicano que se precie de serlo, debe tener una iglesia (la esposa) y una capillita (la amante). Actualmente las mujeres mexicanas siguen quejándose tal como lo hacían nuestras abuelas en los días de la Revolución Mexicana, o nuestras madres que han vivido el movimiento feminista. ¿Cuál es la queja? La queja está dirigida al hombre: el padre que no es lo suficientemente padre, el hombre que no es lo suficientemente hombre. Ni el padre en su función paterna con los hijos da la talla para las  mujeres mexicanas, ni tampoco los hombres en su función de hombres dan la talla para las mujeres mexicanas. La contradicción es que usamos la palabra "padre" para todo lo bueno, lo amable, lo divertido y lo hermoso. "Padre" es la palabra que se usa para la función de lo "bello": "qué padre", ¡Está padrísimo". En cambio, "Madre" es la palabra que se usa para la función de lo "feo": "esto es una madrola", "es una madre", "chinga tu madre", "¡Qué poca madre!".
¿Contradicción? Quizá no. Quizá simplemente sea la palabra motivo de nuestra reflexión: Nostalgia.
La nostalgia de un Padre, de un Hombre Ideal, escrito por ello con mayúscula, padre y hombre que no existe, que nunca ha existido y que nunca existirá, pero que es la clave para entrar un poquito más adentro en la idiosincrasia mexicana, porque si existiera, podríamos gritar a voz en cuello y de nuestro ronco pecho: Híjole… ¡Qué Padre!

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