Mensaje para Pedro Jarque desde el Crucero Celebrity Beyond

 

Mensaje para Pedro Jarque desde el Crucero Celebrity BEYOND.
Nos llena de alegría recibir mensajes como este, enviado por una pasajera del crucero Celebrity Beyond, quien descubrió a bordo las fotografías de Pedro Jarque. Durante su recorrido, quedó profundamente conmovida por la fuerza y la belleza de sus imágenes, destacando especialmente sus inconfundibles retratos de fondo negro. Nos contó que dedicó tiempo a recorrer las distintas cubiertas para admirar su obra, y que incluso visitó después el sitio web de Pedro, donde quedó aún más maravillada.
Agradecemos enormemente sus palabras, que nos recuerdan la capacidad del arte para tocar, sorprender y acompañar a quienes lo encuentran en lugares inesperados. Saber que las fotografías de Pedro hicieron su viaje aún más especial es, sin duda, el mejor reconocimiento que podemos recibir. ¡Gracias por compartir su emoción con nosotros!
 

 





Mujeres en el Edén (por Cristina Jarque).

 

Mujeres en el Edén
Cristina Jarque
La película Edén (2024), dirigida por Ron Howard se basa en la historia real del Dr. Ritter (interpretado por Jude Law), quien huyó con Dora a las islas Galápagos para aislarse del mundo y escribir la filosofía que, según él, salvaría a la humanidad. En 1932 llegó a la isla una familia que también escapaba (en su caso, de la pobreza) y posteriormente arribó una mujer que fingía ser una baronesa, interpretada por la talentosa Ana de Armas. Resulta profundamente interesante observar cómo, en situaciones adversas, el ser humano se confronta con sus pulsiones más primitivas. Personalmente considero fundamental destacar el lugar que ocupan las mujeres en este ecosistema aislado. Margaret se organiza en torno a la defensa de su familia; para Dora, en cambio, la traición de Friedrich es insoportable y actúa en consecuencia, como si la isla desnudara lo que en la civilización se mantiene reprimido. No obstante, es la baronesa quien más nos desconcierta. Ella encarna la figura clásica de la femme fatale, pero no es sólo una mujer seductora, sino una mujer que hace circular el deseo de los hombres para mantenerlos en posición de servidumbre psíquica. Con ella asistimos al despliegue del poder femenino entendido no como fuerza física, sino como dominio simbólico. Su belleza no es un atributo; es un arma. Su palabra no comunica; captura. Su presencia no acompaña; hechiza. La baronesa nos pone frente a un fenómeno clínico: ciertos hombres, frágiles en su constitución narcisista, buscan en la mujer una figura que los complete, que los confirme, que los salve de su propia insignificancia. Allí la femme fatale se convierte en una pantalla donde el hombre proyecta tanto su deseo como su destrucción. Ella no obliga: los hombres se entregan. Ella no amenaza: son ellos quienes, fascinados por el brillo del objeto de deseo, renuncian a su propia soberanía. En este punto la isla funciona como metáfora del inconsciente: espacio cerrado, sin salida, donde la seducción se vuelve ley y el fantasma se encarna. Para Freud la mujer que hechiza no actúa por misterio alguno, sino por la fuerza inconsciente que despierta las pulsiones reprimidas en el hombre. Lacan por su parte, nos dice que la femme que fascina es el semblante del deseo del Otro: no es ella quien captura al hombre, sino el agujero de su propia falta que él ve encarnado en ella.
La baronesa revela cómo el poder femenino puede operar no por fuerza, sino por fisura: se instala allí donde el hombre necesita ser mirado para existir. Y en ese juego de espejos, la fatalidad adviene cuando el sujeto confunde la ilusión con la realidad. De ese modo, la femme fatale no sólo manipula a los hombres: les muestra aquello que ellos mismos han reprimido. Y es precisamente eso lo que resulta tan perturbador.
 

 

Frankenstein: el Hamlet de un mexicano (por Cristina Jarque).

 

Frankenstein: el Hamlet de un mexicano
Cristina Jarque
El Frankenstein de Guillermo del Toro me ha hecho pensar que el abandono funda una carencia pero también una herencia. En Hamlet, el hijo hereda una venganza. El espectro que se le aparece habla de lo no dicho (el padre viene a exigir reparación) es el pecado que pide palabra. Hamlet no puede amar ni actuar porque su deseo está colonizado por la deuda paterna. Tanto Hamlet como Frankenstein quedan fijados en el mismo punto trágico: el hijo que no fue mirado, el ser que no fue amado. Guillermo del Toro ha comprendido que el verdadero horror no es la monstruosidad visible, sino la soledad heredada. En su lectura, el monstruo no encarna el mal, sino el vacío de una paternidad ausente. Victor Frankenstein repite sin saberlo la condena del padre de Hamlet: engendra sin sostener, crea sin asumir la responsabilidad de la creación. En el nivel psíquico, ese abandono funda el territorio de lo siniestro (das Unheimliche): aquello que debió permanecer oculto y sin embargo retorna (la figura del padre que no amó, que no miró, que no dijo). Freud nos recuerda que el deseo del hijo está ligado al deseo del padre. Frankenstein, al igual que Hamlet, depende de una mirada que nunca lo reconoció. En ambos casos, el hijo busca en el Otro lo que el padre no supo darle: legitimidad de existencia, inscripción simbólica. Desde la clínica psicoanalítica, este abandono se repite como destino. El sujeto que no ha sido mirado se construye como “monstruo”: reúne fragmentos, busca sentido en las sobras de lo que fue negado. Vive en la tensión entre el deseo de ser amado y el miedo a ser visto. Así, la transmisión intergeneracional del abandono opera como una cadena de silencios (padres ausentes, hijos que repiten la huida, nietos que heredan la culpa sin nombre). Del Toro, como Shakespeare, no habla de moral sino de estructura. El padre no sólo transmite la vida, transmite la falta, el vacío, el trauma. En esa herencia, el hijo queda condenado a cargar con la sombra del padre, a representar su culpa. Pero también allí se abre la posibilidad de la transformación: reconocer que el “monstruo” no nace del mal, sino del desamor; que la herencia paterna puede devenir palabra, análisis, liberación. En el consultorio, cuando un paciente dice “mi padre no estaba”, escuchamos algo más que una ausencia física: escuchamos el eco de generaciones que no pudieron nombrar su soledad. El trabajo analítico consiste en permitir que ese hijo (ese Hamlet, ese Frankenstein) hable, que ponga voz al espectro y diga su propio nombre. Sólo entonces el monstruo deja de serlo. Porque lo que cura no es la presencia del padre, sino la posibilidad de simbolizar su falta. Así, la criatura que no fue amada puede finalmente mirarse sin horror, sin culpa. Puede reconocerse como heredero de una historia que no eligió, pero que puede reescribir. En ese gesto, el hijo deja de repetir la condena y comienza a existir como sujeto: ya no el experimento del padre, sino su palabra emancipadora.